Imagen: Andy Warhol Flores
Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre
a quien debía entregar las rosas
lo estaba esperando.
R. Carver
Se durmió ni bien llegamos a Hudson, hecho que me hizo suponer
precipitadamente, un viaje feliz. Se acomodó en el peaje y su cabeza rojiza y
ya despeinada se inclinó hacia la ventanilla. Desde que se tiñe con ese color
se parece más a mamá pero sigue siendo esa nena traviesa. Sus rayuelas de tiza
en el patio. Su cuaderno rebosante de brillantinas. Los vestidos de sus muñecas
entre la sopa. Quedarse dormida en mitad del living y llevarla hasta su cama
despacio para que no se despierte. Sus manitos asustadas en su primer grado.
En unas cinco horas llegaríamos a San Bernardo y allí
todo sería distinto. Ella hablaría todo el día con mamá de cosas triviales y en
quince días estaríamos en Buenos Aires nuevamente. Eso sí, recordaríamos por
años aquel hermoso verano en San Bernardo.
Se dedicarían a pensar las comidas más exquisitas y las llevarían a cabo
con esa destreza que tienen para el arte culinario. Esto me alentaba un poco.
Mientras el auto serpenteaba la ruta, mis
pensamientos iban entramando todas las posibilidades de mis predecibles compañeras
de veraneo. No sé cómo me convencieron. Me consolaba pensar que sólo duraría
quince días y que había cargado dos libros de Carver. Leer siempre me salvó del
mundo.
La ruta en esa
soledad teje y desteje pensamientos, recuerdos que tal vez no quiera traer a un
presente ya distinto. La madrugada tiene
sombras que lo avivan todo.
Decidí tomar la
ruta 11, quería pasar por Magdalena donde íbamos con papá y sus amigos en esas fenomenales
expediciones de pesca. Armar las carpas, los reeles, el asado. Toda la
ceremonia previa. Tal vez me hacía falta, siempre me hizo falta. Cuando él nos
dejó, su ausencia se hizo un abismo insoportable. Ahora sólo quedaba su retrato
en la mesita del living y el florero siempre desbordante de rosas amarillas. Las
que le gustaban a él. Tal vez nunca le perdoné que me haya dejado tan joven y
con estas dos mujeres. “Ahora sos el hombre de la casa”, me repetían las voces
en su velorio y no podían imaginar el desamparo que me producían a mis quince
años. Un miedo aterrador. Esto no lo elegí. Me fui curtiendo como un cuero al
sol. Las cuidé siempre, como lo hubiera hecho él.
Ya en Magdalena
reconocí la entrada que usábamos para llegar al río. Estaba la estación de
servicio donde comprábamos alfajores de maicena. Un farol dibujaba la sombra en
triángulos borrosos. Allí habían quedado suspendidas las risas.
Seguí, no quise
mirar más. Aceleré ese desierto. Después de una hora de viaje el auto se clavó.
No pude ponerlo en marcha otra vez. Cande se despertó y rápidamente tuvimos que
empujar el auto que había quedado en mitad del camino. Todavía no amanecía y
habíamos quedado varados en esa nada. Tuve que escuchar todas sus preguntas.
Que por qué por esa ruta, que si estaba loco, que ahora qué hacemos, que no
habría mecánicos cerca y un sinfín de preguntas que no podía responder.
Imposible decirle que un impulso me llevó por allí, que con papá pescábamos en
Magdalena, que lo extrañaba tanto.
En una infinidad
de males, una buena: el celular tenía señal y pude pedir un auxilio que
llegaría en dos o tres horas desde Buenos Aires.
Salí del auto,
encendí un cigarrillo y me quedé mirando la inmensidad del campo en su
inminente amanecer. ¡Qué soledad! Cande volvió a dormirse entonces decidí
volver al auto, me relajé frente al volante inútil.
Cuando parecía
que ganaba la calma, una ola desproporcionada nos cubrió. Me desesperé. Pasaba
el agua enardecida y la veía por la ventanilla como si fuera una enorme pecera y
nosotros allí atrapados. Vi pasar bagres, bocachicos, nicuros. Papá estaba en
un bote gris de remos y me gritaba: “cuidala a Cande, sacala de acá”. El agua
golpeaba con violencia y zamarreaba el auto y con él a nosotros sin poder hacer
nada. Intenté despertarla con sacudones desesperados pero ella parecía
anestesiada, ninguna respuesta. Ya estábamos hundiéndonos en un mar de agua y
barro cuando llegaron los golpes.
Un hombre
gordo, de bigotes entrecanos me golpeaba la ventanilla y me hablaba del carnet.
Me incorporé con un hilo de baba espesa que recorría mi cara.
-Debe ser la
correa de distribución, decía el gordo y sólo pude ver los dos últimos botones
inservibles de su camisa.
-Y sí, se te
clava y no hay con qué darle- repetía en un monólogo cada vez más incomprensible
para mí. Nunca me interesó la mecánica.
Cande me
alcanzó los papeles de la guantera. Acondicionamos el auto para que el remolque
lo llevara. Volvíamos a Buenos Aires. Le avisamos a mamá para que no se
preocupara. Mientras tanto pensaba cómo ir a San Bernardo sin mi auto. Se lo
había prometido a ellas y nunca las defraudaría.
-Soñé con papá -la
escuché a Cande en medio de la confusión– Iba en un bote gris con remos de esos
antiguos y estaba pescando, me mostraba uno y me decía está lleno de bagres y
bocachicos. Y después me acarició la cabeza y me dijo “cuidalo a Ernesto”. Sus
ojos de perro manso. Lo extraño tanto. Lo que más temo es olvidar su cara-
-Decime,
Ernesto, ¿alguna vez necesitaste que te cuidaran? -dijo Cande peinando su melena
rojiza, sin siquiera mirarme.
El sol empezaba
a sentirse enfurecido. Habían pronosticado un verano intenso. Tal vez le pida
el auto a Julio.