…la miraban más que al crepúsculo…
A.Pizarnik
Luego, la niña llevó las tazas de
té. Flores en las tazas blancas como nubes. Las acomodó en la mesa, debajo de
la higuera azul.
–Una para usted, otra para mí –decía con voz
aflautada. Un platito y otro, la azucarera. Cucharitas de manos mínimas. La
tetera reverenciaba la nada una y otra vez.
Se
sentó en la pequeña silla de mimbre y a la derecha sentó a su muñeca, como
todos los días. La alimentaba con bolitas de los paraísos y trozos de hojas ya
secas. Un poco de barro. De a ratos llevaba la taza de té a la boca de
porcelana fría.
-¿Quiere un poquito más, señora, o
algún dulce? -le decía a la vieja muñeca, acercándole el plato de delicias
inexistentes.
Jugaban
la tarde mientras el cabello negro de la muñeca crecía desde hacía siglos; y un
perro, guardián de horas muertas, se acostaba enrollándose sin patas al lado de
la higuera. Sus orejas recorrían un movimiento rápido para ahuyentar las
moscas. Luego la calma del sueño.
La
abuela las miraba desde lejos, con sus ojos blancos, mientras seguía lavando y
colgando ropa en sogas interminables. Trapos viejos.
Las
puertas siempre estaban abiertas de par en par y la galería desierta de plantas
se extendía fría alrededor de la casa. Un yuyal inoportuno casi tapaba por
completo la pared húmeda.
Primero las manos temblorosas y la fiebre. Después
fue el pelo. Caía, caía como la lluvia y nadie sabía cuándo pararía. La
mirábamos desde lejos para que no adivinara el dolor que nos provocaba y le
causara más dolor a ella. Todos fingíamos no verla. Ya está, ya pasa. Y no
pasaba. Estaba. Se fue marchitando hasta ponerse blanca. Se acercaba la oscura.
Ya estaba en uñas grises de niña.
-¿Le
gustaría un poquito más de té? -le dijo la niña a su muñeca pero ésta ya se
había intranquilizado con la presencia de unos hombres y el juego ya no le
gustaba. No era su juego, el que ella sabía jugar.
Se
acercaron a la higuera y la niña de un salto dejó su silla tumbada en el piso.
Atravesó el tronco, sin pisar al perro, que gruñó en silencio por la estampida.
Su muñeca quedó sentada mirando de reojo a los hombres.
-Venga,
amigo, le voy a mostrar el otro lado. La casa está vacía desde hace años.
Entremos,
cuando baja el sol ya empieza a apretar el frío en estos lugares y es un frío
de muerte -dijo el hombre de sombrero negro, refregándose los pliegues de la
camisa.
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