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lunes, 31 de marzo de 2025

Atrapada

 

Imagen: Petra Kaindel



Atrapada

 

Al terminar, te vas a sentar junto al horno

y vas a abrir la puerta, hacia abajo

como los puentes levadizos.

Alejandra Kamiya

 

 

No vas a esperar a que se cuele la luz por la ventana porque no hay ventana. No vas a esperar mucho, solo salir de la niebla que se mete en la piel de todas. Piel de escamas sin mares. Mares de niños sin teta.

Tu hijo se irá en cuanto nazca. Te marcarán su cara en las vísceras para que lo lleves dentro. Lo verás en fotos o no.

Vas a dejar tus pocas pertenencias debajo de la cama ínfima y compartida. Jamás molestarás a tu compañera, dormirás de lado, la más antigua elegirá. Todo.

Sin aire, pulmones de goma espuma en una ciudad abrasadora. Vas a lavar tu cuerpo y tu ropa solo cuando te lo permitan. No siempre tendrás agua. Te acostumbrarás a los olores de cuerpos que menstrúan. Conocerás el hedor de baños sin papel, abiertos, un metro de pared. La intimidad dormirá un largo rato.

Venerarás imágenes de vírgenes paganas o auxiliadoras. Vas a cerrar los ojos y vas a elegir. Tal vez un rosario que jamás viste antes, te haga compañía.

Te levantarás tempranísimo para dar el número porque serás número, ya nunca persona. Nadie conocerá tu nombre, hasta vos lo olvidarás.

Llevarás tatuada la cara de tu madre en el rencor de la penumbra. Telar de infiernos. La abrazarás en sueños recurrentes. Te acunará en el mejor de los casos.

Alejarás pensamientos festivos porque será más difícil volver al pozo. Te preguntarás cada mañana el por qué y no encontrarás respuestas.

Arreciará el hambre como antes. Arrancar de dientes apretados. Negociarás la nada por un algo. Requisarás el temblor de la traición y robarás tijeras que te defiendan.

Querrás volver el tiempo atrás y será inútil pero lo vas a intentar una y otra vez como Sísifo. Incansable. Veinte años y más. Pasarás horas eternas tratando de alejarte y más te hundirás irremediable en la desesperación. 

Pedirás justicia ciega, con la gran espada que te decapitará inexorable.

Alimentarás la idea de realizar lo que te llevó ahí. Paradojas de la sombra


jueves, 27 de febrero de 2025

Como peras maduras

 

Imagen: Edward Hopper, Cape cod morning


Como peras maduras

 

 

Irene se paró frente a la puerta del quinto piso, golpeó tímida con el nudillo del dedo. Del otro lado, el llanto ahogado de un bebé. Se maldijo por la intromisión pero tenía que hacerlo. La humedad manchaba el techo y sus azaleas rebosantes se empañaban con el negro del balcón de arriba.

Golpeó otra vez y su cadera se inclinó enérgica. La puerta no se abría, decidió volver más tarde.

Entró a su departamento y fue directo al balcón, miró hacia arriba con los brazos en jarra. Ahí estaba esa mancha con cara de bruja y las azaleas, con sus brazos extendidos en señal de justicia.

Fue a la cocina para lavar los platos que habían quedado de la noche anterior. Un vaso se resbaló de su mano y estalló en el piso. Todo salía mal. Era uno de esos días en que necesitaba no estar tan sola. Ya había hablado con el encargado, un pobre infeliz que apenas le daba la cabeza para limpiar vidrios.

—Es que la chica riega las plantas y bueno, es normal.

    ¡Normal es que no me jodan con sus mierdas! —gritó Irene y dio por terminado un diálogo que nunca había empezado.

Las cinco. Ya era la hora de la novela. Prendió la televisión, se sentó en el sillón de siempre. El lacayo había asesinado al marqués en el capítulo anterior y Heriberto que estaba en la otra habitación lo había visto. Es verdad que se lo merecía, lo trataba mal y hasta llegó a darle latigazos en la espalda.

Después  Irene se preparó el mate, unas tostadas y a mirar por la ventana el departamento de enfrente. Era la hora que llegaba el pibe del cuarto.  Dejaba las zapatillas en el balcón, se sacaba la remera y las bermudas y se sentaba frente a la tele con el joystick en la mano y el paquete de papas fritas cerca. Algo de envidia le tenía. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía unas crujientes papas por cuidar su colesterol?

Después de pensar un rato, Irene volvió al quinto piso de su edificio decidida a hablar con la vecina. Miró por la cerradura que no le devolvió ninguna imagen y usó su bastón sobre la puerta.

Ningún sonido, ni el bebé ni su madre. En ese momento se le ocurrió la idea.

Volvió a su departamento agarró el palo de selfies que le había comprado al chino de la otra cuadra, le puso un espejo, se caía. Agarró otro más chico pero suficiente, lo pego con cinta y supo desolada que le faltaban por lo menos dos metros para asomarse por el departamento de su maternal vecina.

No se dejó vencer. Agregó el palo de la escoba al otro y  tampoco llegaba. Se subió a un banquito, después a una silla y comprobó satisfecha que su plan era perfecto: vista panorámica del quinto A.

En su observación pudo ver que las macetas no tenían un plato contenedor y el agua maligna quedaba retenida sobre el piso que era el techo de su balcón y la consecuente mancha de humedad.

La silla tembló por un momento pero Irene estaba tan entusiasmada que no lo notó. Ya que estaba inclinó un poco toda la parafernalia y husmeó el living, la sillita de comer, los juguetes en el piso y un cuadro horrible con colores estrepitosos que ocupaba la pared lateral. Como ya le empezaba a doler el brazo se dispuso a bajar todos los instrumentos.

Ahí notó con sorpresa que el pibe del edificio de enfrente la estaba vigilando. Ella le hizo una seña de silencio con el índice sobre la boca pero el chico ya tenía el celular en la mano.

Era de esperarse, se cayó de la silla. El espejo se deshizo en pedazos sobre la vereda y el palo del chino voló sin mayores consecuencias para los curiosos que miraban entusiasmados enfrente.

Irene apenas tuvo un golpe en la rodilla derecha. El médico le cambió el bastón por un andador durante unos meses, nada grave.

 

— ¿Está mejor de la caída? Soy Laura del quinto A. —Escuchó Irene al subir al ascensor.

—Estoy mejor, gracias querida.

—El vecino de enfrente me dijo que se había caído de una silla. —Irene palideció y su ojo derecho tintineó varias veces.

— ¿Y qué más te contó?

—No, sólo eso.

—Ya que te veo, te quería decir si podrías ponerle un platito a las macetas para que escurran el agua y no me pase la humedad. Cuando puedas, no es urgente. —Miró la botonera del ascensor como no dando importancia a sus propias palabras.

—Otra cosa, al chico de enfrente no le creas nada de lo que dice, es un pibe muy fantasioso, será que está todo el día con la play. Dicen los médicos que se les van atrofiando las neuronas de tanta pantalla. Es un pibe raro… —respiró, enderezó su columna, hizo una pausa y siguió:

—Hay gente que lo único que hace es curiosear la casa de los vecinos. Digo por lo que te contó. —Se agarró fuerte del andador y se dispuso a bajar cuando la luz iluminó la tecla PB.

 

 

 

 

 


domingo, 23 de febrero de 2025

Sin equipaje

 

Imagen:
Busto de mujer P. Picasso








Sin equipaje

 

                                                                                   …pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al sur.

J.L. Borges

 

 

Tomé el tren de las cinco. Por primera vez me sentí ajena al deambular de bolsos, mochilas de trabajo, carteras apretadas. Los pasajeros se extraviaban apurados en los molinetes. Dos gatos negros me miraron desde el andén.

Esperé en la dársena dos. Había hecho este viaje muchos martes pero hoy sentía que era la primera vez. Llegó en punto, me pareció raro. La puntualidad no es propia de los trenes de Buenos Aires. Apenas se puso en marcha subí la ventanilla. Los olores de la estación se diluían entre los árboles que dibujaban espectros con sus sombras. El aire fresco me daba vida.

Cuando pasé por Avellaneda recordé mi casa de aquella época. Las habitaciones de arriba; la escalera que tanto le gustaba a los chicos, ese sol por la ventana de la cocina. El limonero del fondo.

El tren se detuvo en Sarandí, abrí mi cartera. Fue allí que empecé a tirar. Primero fue ese clip que sostuvo papeles siempre innecesarios, después las pastillas de menta que ni recuerdo cuándo las había comprado, el broche del pelo, los pañuelos, dos entradas de teatro viejas, una muestra de perfume, una crema de manos, dos biromes y un lápiz, la goma también. Tiré las tarjetas de crédito, el carnet de la obra social, las llaves. Tiré la foto, voló. Seguí el recorrido. Subió, giró, planeó un poco y se perdió cerca de las vías.

Carlos, los chicos y yo con orejas de conejo. Era el cumpleaños de Juana. Ella, con su sonrisa pícara, saltaba y apenas podíamos sostenerla. Va a salir movida.

Fue la que más me extrañó. En el casamiento de su amiga y vecina, visitó la casa que había sido nuestra. Lloró mi mano ausente. Lloró su nombre tallado en la mesa de la cocina.

Me distrajo un vendedor con su voz áspera. Dejó los paquetes de caramelos al lado de los que viajaban sentados. A mí ni me vio, siguió de largo como si no existiera.

En ese momento un chico se asomó por el asiento delantero, se metió el dedo en la nariz, miró su botín y clavó sus ojos en los míos.

Al llegar a Wilde, mi destino, me asomé a la puerta y cuando el tren se detuvo, bajé. Volví a mi barrio de casas iguales. Sentí que estaba llegando tarde.

 

 

 


domingo, 12 de enero de 2025

Esa noche

 

Imagen: El árbol rojo Mondrian


Esa noche

 

 

…sin ella, mi vida podría haber tomado un desgraciado rumbo.

Kjell Askildsen

 

 

 

Y él enroscado en la noche sin palabras busca un lugar donde purgar la oscuridad que lo somete en cada centímetro de piel. Vacío. Recuerdos en sepia.

Recorre la calle y un farol de pueblo le devuelve la diminuta luz. Sólo la sombra denuncia su existencia: se alarga, se inclina, lo persigue. Camina sin cuerpo. Sus pasos se entrecruzan duros.

Un perro lo sigue, lo adivina. Olor de miedo.

La mano aprieta el filo y la sangre dibuja el camino de tierra. Otro farol insinúa la neblina jadeante de su instinto.

Termina la calle en un bostezo de paraísos con sus flores fantasmales.

Entra en la casa ausente de toda esperanza. Los pensamientos se enlazan, modifican una y otra vez los hechos, imagina otro final. El pitido de un tren desesperado. El pelo rojo desparramado en las vías. Partes en gajos. Partes que fueron de él y acarició en noches esclavas.

El perro espera.

Un color tenue sube por la cornisa y se cuela en su retina pero ya es tarde.

Ella era hermosa. Titila en lágrimas. Volver a tocar su risa de otro tiempo.

Cierra la puerta. Espera.

El perro lo mira desde la penumbra con sus orejas alerta, esperando lo peor.

Una camisa azul se desprende del cuerpo, testigo de una existencia ajena. El catre viejo lo detiene en el encierro de su infierno. Sólo esa luz hiriente lo persigue. Luz redonda y poderosa que lo atraviesa todo. El tren. La vio cruzar desde el puente de la estación con su valija. La siguió.  Apenas un quejido sin palabras.

Ella era bella, tenía un lunar en su mejilla izquierda y sus manos dibujaban las palabras. “Mi amor” decía él.

Desde las muñecas recorren los dedos tiñendo las uñas. Gotas borravino sobre la tierra del rancho se adueñan de esa noche. Todo se confunde.

El perro como poseído lame las heridas. Él se deja, ya sin fuerzas.

Un grito inaudible musita la medianoche.


martes, 17 de diciembre de 2024

Amigas en el tiempo


 Imagen: Roy Lichteinstein Chica en el espejo



 

Desde que se encontraban hasta la escuela caminaban seis cuadras. Mónica tenía dos cuadras más, venía desde la calle Monte. El ritual era de lunes a viernes. Cerca de las 12.45, al principio, después fue un poco más temprano. Querían perdurar la caminata todo lo posible.

Rara vez hablaban de temas escolares, no tenían importancia. Quizá cuando se acercaban los exámenes se podían perder algunos minutos en la botánica o la historia. “Hasta la página cuarenta y cinco” decía Gloria dando cuenta de todas las que le faltaban para llegar al final. La incertidumbre agregaba emoción. “Ojalá no ponga cuatro temas” “Si reparte los temas por fila, te pateo y me dejás ver la hoja tuya” Mónica estallaba de risa pero el miedo de ser descubierta estaba presente.  Sobre todo por fallarle a los padres. En cambio Gloria no le temía a nada, no por valentía sino más bien por insensatez.

Cuando llegaban a la estación, podían pasar por las vías pero preferían hacerlo por el puente peatonal que las cruzaba. Escalones de metal, hacer barullo. Subir al trote.

Al llegar a la pasarela ponían las cabezas como jabalíes recién cazados y atravesaban los rombos de hierro. Había que aguantar hasta que pasara un tren por abajo. No había ningún peligro. Ellas estaban sobre el puente pero el aire que despedía el tren y el olor de la maquinaria era abrumador. Cuando pasaba un rápido, era imposible. “Hay que aguantar y contar hasta diez” “Saliste antes, no vale” Pero ese día aguantaron. Se agarraron de las manos, cerraron los ojos.

Una bruma espesa detuvo el tiempo. El sol desapareció por un instante. Desde el puente miraron las casas de la vereda de enfrente que viraron en un gris intenso. El pino de la esquina alargó sus ramas.

Giraron sobre sus pies al mismo tiempo. Se notaron distintas. Mónica tenía un pullover verde y una cartera marrón cruzada. “Llego tarde, hoy tomo examen a los de cuarto” le dijo a Gloria. De su antebrazo se asomaban carpetas y un libro de Cortázar (Todos los fuegos el fuego). Ella, Gloria, llevaba un pantalón negro, en la oficina no le permitían otra vestimenta. Acomodado en su mano izquierda el mismo libro de Cortázar. Se rieron como tantas veces ante la coincidencia.

  Se sintieron raras, después se acostumbraron. Mónica era la racional pero amaba las ficciones y esto la transformaba. Profesora de Literatura en el Normal, sus alumnos la adoraban. Siempre fue histriónica, el teatro era parte de su vida, alquimia de sus clases. “Gemelas, separadas al nacer” se lo repetían siempre. Estallaban en carcajadas muchas veces dejando afuera a quienes no estaban en la misma dimensión.

Las películas de Kurosawa. Los sueños. Fellini.  Gloria recordó por años la parte de la gorda de Amarcord. Un poco por la escena pero mucho más por las risas estrepitosas de Mónica. Y siempre la literatura que construía y destruía mundos ajenos y propios.

Sabían que tenían que volver, era un tiempo prestado. Volver a poner sus cabezas de jabalíes en el puente, volver a primer año y las aburridas clases de matemática con la Fernández. Después segundo. Tercero con el flaquito Filgueiras, cuarto y Hugo con las manos canchereadas en los bolsillos del pantalón por debajo del guardapolvo. Quinto y el Negro. “Nuestro Negro”.

Subieron al puente, se agarraron de las manos, esperaron el rápido de Constitución. “Aguantá, las dos juntas y empezamos otra vez”.

La ráfaga, un rugido furioso. Cerraron los ojos. Gritos y risas desaforadas. Se dieron vuelta, volvieron. Guardapolvo blanco, las medias tres cuartos, la carpeta en la mano. “Hoy lo tenemos a Martón, no estudié pero nos vamos a divertir” dijo Gloria con aire triunfal.

Sonó el timbre, era el tercero, había que entrar. Cruzaron la calle Ramón Franco.

 

 

    


lunes, 16 de diciembre de 2024

La prima Noemí

 


Imagen: Remedios Varo

 

Deslizó su mano por la barandilla, blanda, casi premonitoria. No intuía que en un instante más,  caería sobre el patio amarillo bordeado de azaleas. Sus ojos vidriosos se refugiarían inútiles en un cielo sin nubes. Finales. Su pelo de oro se estamparía abanicando las baldosas y no la conmovería el grito ahogado del horror. El moño rosa volaría unos segundos después recorriendo el tramo como un pájaro abandonado. Brazos y piernas en una cruz sin ángeles. Su vestido blanco, ausente de latidos.

La prima Noemí la miró con sus ojos serpenteantes y una media sonrisa diabólica. Ella la había tirado por el balcón. Me recorrió con su ojo de reptil de pupila alargada y sentenció: -está muerta, tu muñeca está muerta  -me creí todo.

Era un monstruo oscuro. Su pelo negro caía sobre un vestido rosa con una cinta de raso en la cintura.

Era inútil reclamar, ella siempre ganaba las batallas. Ella, la huidiza; yo, la que armaba escándalos. Seguramente la abuela la prefería sin sospechar su maldad, le acariciaría el pelo negro y le diría palabras encantadoras. Pero yo la veía. Los días de tormenta sus ojos trasmutaban en grises y sus colmillos se trenzaban en una danza de sombras. Se llevaba las cucarachas a la boca, los pobres bichitos pataleaban en el aire y se reía a carcajadas. Ella fue la que mató a los conejos. Me obligó, yo no quería. Me torció el brazo con una fuerza que no era de este mundo. Yo no quería pero ella ganaba. Me culparon. Penitencia, sin salida, a tu habitación, niña maldita, es un demonio; era lo que siempre escuchaba. Nadie me creía cuando yo les decía que había sido la prima Noemí. Nadie la veía porque ella se escondía debajo de las baldosas como un escorpión.

 Aquel día del gato ella se metió detrás de las cortinas cuando la abuela entró al comedor y el pobre Orión flotaba en el jarrón de los gladiolos. Fue ella, pero me vieron a mí, sola con las manos llenas de pelos de gato. Vociferaba que lo quería salvar de las manos del monstruo pero nadie me creyó.

Los Menéndez, nuestros vecinos, eran distintos. Le conté a Susana lo que había pasado con Orión y al otro día vino a casa con una hermosa gatita mariposa, le puse “Pequi”. Cuando la abuela la vio, me la arrancó de las manos y se la devolvió a Susana. –Basta de gatos. -dijo. La prima Noemí estaba allí, me miraba con sus ojos de cascabel y se sonrió desde la sombra, se pasó el índice por el cuello y sacó la lengua haciéndose la decapitada. Yo la vi.

Cuando iba a la casa de Susana, descansaba. Ella tocaba el piano. Aserrín, Aserrán, los maderos de San Juan. A veces hasta me dormía en el enorme sillón de gobelino. Ella me tapaba. No tenía hijos, tal vez hubiera querido que yo fuera su hija. Tal vez yo hubiera querido que ella fuera mi madre y me acariciara cuando me dormía. A veces tocábamos  juntas el piano. Levantaba la tapa, la apoyaba sobre los flecos de un mantón de Manila, sacaba el pañolenci de flores que estaba sobre las teclas y me indicaba las que tenía que tocar. “María Luisa” se llamaba la canción y ella decía que era a cuatro manos. A mí me hacía gracia porque me imaginaba con cuatro brazos.

Do, mi, do, re, sol. Pero la parte más divertida era cuando su mano como una paloma, se cruzaba y tocaba las teclas que estaban de mi lado.  Apenas me rozaba como una pluma suave. Cuando terminaba la canción, ella aplaudía. Me aplaudía. A veces la prima Noemí miraba desde la ventana que daba al jardín de la entrada pero Susana no la dejaba entrar y yo era feliz por eso. Después la abuela me llamaba para tomar la leche, mi vaso sobre la mesa y las galletitas “Lincoln”. Una escena desoladora. Esas galletitas son asquerosas, no tienen dulce de leche, pero la abuela decía que me hacía mal a los intestinos y después soñaba y no sé cuántas mentiras más. Susana me daba unas “ópera” que yo trituraba despacito con los dientes, como una picadora humana. Despacio para que duren más. Otro método para prolongar la duración era ponerlas sobre el paladar, como una hostia. El cuerpo de cristo no se mastica, me repetía a mí misma mientras el azúcar hacía la alquimia.

La prima Noemí miraba desde afuera hasta ese día que entró. Le pedí a Susana que cerrara las ventanas pero ese día me dijo que no. –Vas a ver que no pasa nada –pero pasó.

Empecé a temblar porque sabía. Ella, la prima Noemí, lo iba a arruinar todo. Desde el interior vi su ojo alargándose y ya no había vuelta atrás. Nadie la había invitado pero ella se metió. Siempre se salía con la suya.

Ese día Susana dejó de creerme, estaba como nunca la había visto. Me miraba con odio y no paraba de llorar. Yo gritaba que había sido la prima Noemí, que la había visto cuando saltó la parecita del fondo, que llevaba una caja y esa botella de líquido rojo que la abuela no me dejaba agarrar porque era muy peligroso. Yo la vi pero nadie me creyó. Fue ella, gritaba y Susana más lloraba, se agarraba la cabeza. Tuve miedo que terminara estampada en las baldosas amarillas del patio, como la muñeca. Susana era lo único que tenía y se había esfumado.

Cuando llegó el auto del Dr Maciel para llevarme, Susana estaba mirando desde la única ventana que se salvó del incendio. La habitación donde tocábamos el piano.

Quise decirle algo pero la prima Noemí me tapó la boca con su guante negro. Nadie la vio.

 

 

 

 

 

 

domingo, 15 de diciembre de 2024

El jardín

 



Imagen: alisasmithwilliams



Un claro en un jardín oscuro o un pequeño espacio de luz entre hojas negras. Allí estoy yo…

.“Niña en jardín”

Alejandra Pizarnik

 

           

Seguiste al conejo negro.

Rápido. No había ya arco iris ni cabellos de tiza. El reloj en el bolsillo de las certezas. Fuiste curiosa al jardín como la lluvia tierna.

La escarcha en piel sintética, poros de lata.

Te metiste en el agujero de la tierra morada y recorriste  estrellas sin encontrarte.

Olvidaste tu casa, tu esmeralda sagrada. Te entregaste al goce del entregador.

La oruga te ofreció su miel, fumaste las hierbas. Después, las escamas amargas. Te quedaste narcotizada, en días de lunas sin abrigo. Allí es seguro, allí soy yo, allí … me dijiste bostezando la noche tinta.

Y entraste al bosque y olvidaste tu nombre. Con fusión de malezas. Confusión de nidos. Serpientes te llevaron de la mano y te dejaste mansa, dormida en el silencio. Mujer-Niña.

Te sacaron los ojos y te peinaron tus sedas. Te pusieron peinetas de cigarras y dormiste bosques de soledad. Entraste a la matriz de la tierra y te desangraste menstruando la rabia.

Fondo profundo. Otra raya. No quiero sentir, no quiero saber, no quiero ser, me susurraste. No te creí.

No te confundas, Mujer, en tus ojos de bruma, el rey sueña Tu sueño.

Despertarás con las hojas del otoño sobre la cara y alguien las separará para que vueles un atardecer de rayuelas entre la tierra y el cielo.

 


 


Audio La Cautiva