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lunes, 16 de diciembre de 2024

La prima Noemí

 


Imagen: Remedios Varo

 

Deslizó su mano por la barandilla, blanda, casi premonitoria. No intuía que en un instante más,  caería sobre el patio amarillo bordeado de azaleas. Sus ojos vidriosos se refugiarían inútiles en un cielo sin nubes. Finales. Su pelo de oro se estamparía abanicando las baldosas y no la conmovería el grito ahogado del horror. El moño rosa volaría unos segundos después recorriendo el tramo como un pájaro abandonado. Brazos y piernas en una cruz sin ángeles. Su vestido blanco, ausente de latidos.

La prima Noemí la miró con sus ojos serpenteantes y una media sonrisa diabólica. Ella la había tirado por el balcón. Me recorrió con su ojo de reptil de pupila alargada y sentenció: -está muerta, tu muñeca está muerta  -me creí todo.

Era un monstruo oscuro. Su pelo negro caía sobre un vestido rosa con una cinta de raso en la cintura.

Era inútil reclamar, ella siempre ganaba las batallas. Ella, la huidiza; yo, la que armaba escándalos. Seguramente la abuela la prefería sin sospechar su maldad, le acariciaría el pelo negro y le diría palabras encantadoras. Pero yo la veía. Los días de tormenta sus ojos trasmutaban en grises y sus colmillos se trenzaban en una danza de sombras. Se llevaba las cucarachas a la boca, los pobres bichitos pataleaban en el aire y se reía a carcajadas. Ella fue la que mató a los conejos. Me obligó, yo no quería. Me torció el brazo con una fuerza que no era de este mundo. Yo no quería pero ella ganaba. Me culparon. Penitencia, sin salida, a tu habitación, niña maldita, es un demonio; era lo que siempre escuchaba. Nadie me creía cuando yo les decía que había sido la prima Noemí. Nadie la veía porque ella se escondía debajo de las baldosas como un escorpión.

 Aquel día del gato ella se metió detrás de las cortinas cuando la abuela entró al comedor y el pobre Orión flotaba en el jarrón de los gladiolos. Fue ella, pero me vieron a mí, sola con las manos llenas de pelos de gato. Vociferaba que lo quería salvar de las manos del monstruo pero nadie me creyó.

Los Menéndez, nuestros vecinos, eran distintos. Le conté a Susana lo que había pasado con Orión y al otro día vino a casa con una hermosa gatita mariposa, le puse “Pequi”. Cuando la abuela la vio, me la arrancó de las manos y se la devolvió a Susana. –Basta de gatos. -dijo. La prima Noemí estaba allí, me miraba con sus ojos de cascabel y se sonrió desde la sombra, se pasó el índice por el cuello y sacó la lengua haciéndose la decapitada. Yo la vi.

Cuando iba a la casa de Susana, descansaba. Ella tocaba el piano. Aserrín, Aserrán, los maderos de San Juan. A veces hasta me dormía en el enorme sillón de gobelino. Ella me tapaba. No tenía hijos, tal vez hubiera querido que yo fuera su hija. Tal vez yo hubiera querido que ella fuera mi madre y me acariciara cuando me dormía. A veces tocábamos  juntas el piano. Levantaba la tapa, la apoyaba sobre los flecos de un mantón de Manila, sacaba el pañolenci de flores que estaba sobre las teclas y me indicaba las que tenía que tocar. “María Luisa” se llamaba la canción y ella decía que era a cuatro manos. A mí me hacía gracia porque me imaginaba con cuatro brazos.

Do, mi, do, re, sol. Pero la parte más divertida era cuando su mano como una paloma, se cruzaba y tocaba las teclas que estaban de mi lado.  Apenas me rozaba como una pluma suave. Cuando terminaba la canción, ella aplaudía. Me aplaudía. A veces la prima Noemí miraba desde la ventana que daba al jardín de la entrada pero Susana no la dejaba entrar y yo era feliz por eso. Después la abuela me llamaba para tomar la leche, mi vaso sobre la mesa y las galletitas “Lincoln”. Una escena desoladora. Esas galletitas son asquerosas, no tienen dulce de leche, pero la abuela decía que me hacía mal a los intestinos y después soñaba y no sé cuántas mentiras más. Susana me daba unas “ópera” que yo trituraba despacito con los dientes, como una picadora humana. Despacio para que duren más. Otro método para prolongar la duración era ponerlas sobre el paladar, como una hostia. El cuerpo de cristo no se mastica, me repetía a mí misma mientras el azúcar hacía la alquimia.

La prima Noemí miraba desde afuera hasta ese día que entró. Le pedí a Susana que cerrara las ventanas pero ese día me dijo que no. –Vas a ver que no pasa nada –pero pasó.

Empecé a temblar porque sabía. Ella, la prima Noemí, lo iba a arruinar todo. Desde el interior vi su ojo alargándose y ya no había vuelta atrás. Nadie la había invitado pero ella se metió. Siempre se salía con la suya.

Ese día Susana dejó de creerme, estaba como nunca la había visto. Me miraba con odio y no paraba de llorar. Yo gritaba que había sido la prima Noemí, que la había visto cuando saltó la parecita del fondo, que llevaba una caja y esa botella de líquido rojo que la abuela no me dejaba agarrar porque era muy peligroso. Yo la vi pero nadie me creyó. Fue ella, gritaba y Susana más lloraba, se agarraba la cabeza. Tuve miedo que terminara estampada en las baldosas amarillas del patio, como la muñeca. Susana era lo único que tenía y se había esfumado.

Cuando llegó el auto del Dr Maciel para llevarme, Susana estaba mirando desde la única ventana que se salvó del incendio. La habitación donde tocábamos el piano.

Quise decirle algo pero la prima Noemí me tapó la boca con su guante negro. Nadie la vio.

 

 

 

 

 

 

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