Imagen: Remedios Varo
Deslizó su mano
por la barandilla, blanda, casi premonitoria. No intuía que en un instante
más, caería sobre el patio amarillo
bordeado de azaleas. Sus ojos vidriosos se refugiarían inútiles en un cielo sin
nubes. Finales. Su pelo de oro se estamparía abanicando las baldosas y no la
conmovería el grito ahogado del horror. El moño rosa volaría unos segundos
después recorriendo el tramo como un pájaro abandonado. Brazos y piernas en una
cruz sin ángeles. Su vestido blanco, ausente de latidos.
La prima Noemí la miró con sus ojos serpenteantes y una media sonrisa
diabólica. Ella la había tirado por el balcón. Me recorrió con su ojo de reptil
de pupila alargada y sentenció: -está muerta, tu muñeca está muerta -me creí todo.
Era un monstruo oscuro. Su pelo negro caía sobre un vestido rosa con una
cinta de raso en la cintura.
Era inútil reclamar, ella siempre ganaba las batallas. Ella, la huidiza;
yo, la que armaba escándalos. Seguramente la abuela la prefería sin sospechar
su maldad, le acariciaría el pelo negro y le diría palabras encantadoras. Pero
yo la veía. Los días de tormenta sus ojos trasmutaban en grises y sus colmillos
se trenzaban en una danza de sombras. Se llevaba las cucarachas a la boca, los
pobres bichitos pataleaban en el aire y se reía a carcajadas. Ella fue la que mató
a los conejos. Me obligó, yo no quería. Me torció el brazo con una fuerza que
no era de este mundo. Yo no quería pero ella ganaba. Me culparon. Penitencia,
sin salida, a tu habitación, niña maldita, es un demonio; era lo que siempre
escuchaba. Nadie me creía cuando yo les decía que había sido la prima Noemí.
Nadie la veía porque ella se escondía debajo de las baldosas como un escorpión.
Aquel día del gato ella se metió
detrás de las cortinas cuando la abuela entró al comedor y el pobre Orión
flotaba en el jarrón de los gladiolos. Fue ella, pero me vieron a mí, sola con
las manos llenas de pelos de gato. Vociferaba que lo quería salvar de las manos
del monstruo pero nadie me creyó.
Los Menéndez, nuestros vecinos, eran distintos. Le conté a Susana lo que
había pasado con Orión y al otro día vino a casa con una hermosa gatita
mariposa, le puse “Pequi”. Cuando la abuela la vio, me la arrancó de las manos
y se la devolvió a Susana. –Basta de gatos. -dijo. La prima Noemí estaba allí,
me miraba con sus ojos de cascabel y se sonrió desde la sombra, se pasó el
índice por el cuello y sacó la lengua haciéndose la decapitada. Yo la vi.
Cuando iba a la casa de Susana, descansaba. Ella tocaba el piano. Aserrín, Aserrán,
los maderos de San Juan. A veces hasta me dormía en el enorme sillón de
gobelino. Ella me tapaba. No tenía hijos, tal vez hubiera querido que yo fuera
su hija. Tal vez yo hubiera querido que ella fuera mi madre y me acariciara
cuando me dormía. A veces tocábamos
juntas el piano. Levantaba la tapa, la apoyaba sobre los flecos de un
mantón de Manila, sacaba el pañolenci de flores que estaba sobre las teclas y
me indicaba las que tenía que tocar. “María Luisa” se llamaba la canción y ella
decía que era a cuatro manos. A mí me hacía gracia porque me imaginaba con
cuatro brazos.
Do, mi, do, re, sol. Pero la parte más divertida era cuando su mano como
una paloma, se cruzaba y tocaba las teclas que estaban de mi lado. Apenas me rozaba como una pluma suave. Cuando
terminaba la canción, ella aplaudía. Me aplaudía. A veces la prima Noemí miraba
desde la ventana que daba al jardín de la entrada pero Susana no la dejaba
entrar y yo era feliz por eso. Después la abuela me llamaba para tomar la
leche, mi vaso sobre la mesa y las galletitas “Lincoln”. Una escena desoladora.
Esas galletitas son asquerosas, no tienen dulce de leche, pero la abuela decía
que me hacía mal a los intestinos y después soñaba y no sé cuántas mentiras
más. Susana me daba unas “ópera” que yo trituraba despacito con los dientes,
como una picadora humana. Despacio para que duren más. Otro método para
prolongar la duración era ponerlas sobre el paladar, como una hostia. El cuerpo
de cristo no se mastica, me repetía a mí misma mientras el azúcar hacía la
alquimia.
La prima Noemí miraba desde afuera hasta ese día que entró. Le pedí a
Susana que cerrara las ventanas pero ese día me dijo que no. –Vas a ver que no
pasa nada –pero pasó.
Empecé a temblar porque sabía. Ella, la prima Noemí, lo iba a arruinar
todo. Desde el interior vi su ojo alargándose y ya no había vuelta atrás. Nadie
la había invitado pero ella se metió. Siempre se salía con la suya.
Ese día Susana dejó de creerme, estaba como nunca la había visto. Me miraba
con odio y no paraba de llorar. Yo gritaba que había sido la prima Noemí, que
la había visto cuando saltó la parecita del fondo, que llevaba una caja y esa
botella de líquido rojo que la abuela no me dejaba agarrar porque era muy
peligroso. Yo la vi pero nadie me creyó. Fue ella, gritaba y Susana más
lloraba, se agarraba la cabeza. Tuve miedo que terminara estampada en las
baldosas amarillas del patio, como la muñeca. Susana era lo único que tenía y se
había esfumado.
Cuando llegó el auto del Dr Maciel para llevarme, Susana estaba mirando
desde la única ventana que se salvó del incendio. La habitación donde tocábamos
el piano.
Quise decirle algo pero la prima Noemí me tapó la boca con su guante negro.
Nadie la vio.

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