Imagen: Berni Juanito dormido (detalle)
Del otro lado
Ya nadie podrá
desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro
La condesa
sangrienta. Alejandra Pizarnik
La puerta se cerraba con furia. Una, dos vueltas de
llave. Adentro: niebla, el no saber; afuera: el patio negado. Horas lentas.
¿Dos veces por
semana? A veces más. Replegaba las piernas fetales, costado sin bordes.
Apretado en un vientre de madera.
El ojo oscuro de un Sandokán villero me soñaba. Yo no
podía soñar. No había estrellas que me guiaran en este mar de aislamiento. Se
fundían los azules y siempre aparecían los negros con sus danzas de tigres devorándome.
Olor a naftalina, humedad. Luchaba la tarde hasta que la
noche se colaba degollada en llantos ya secos. Cuando la luz de la pieza se
encendía sabía que había llegado el final. Una hilacha de esperanza momentánea.
Tal vez me quedara sin comida.
-No lo hago más, perdoname.
Al salir, la libertad me convertía en fiera, quería matar
para no desaparecer, para dar paso a mi sombría existencia. Despojado del niño
sólo me quedaba ese río de lava que sube desde lo bajo hasta la garganta seca y
cabalga sin freno.
-No lo hago más, mamá.
Y quería abrazar el frío hielo y me resbalaba en asco.
Cuna de piedra sometida. Útero de chatarras oxidadas. Punza, atraviesa, araña.
-No lo hago más. No me encierres otra vez.
Ya había olvidado la causa que me había llevado allí. La
cara de la madre, (mi madre) me enfrentaba con dureza. Amputada de caricias la
fui aprendiendo. Sólo tejía venganzas.
-No lo hago más, te lo prometo.
Y otra vez la puerta del ropero se cerraba hasta la noche hambrienta.