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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Esa sombra igual a mí


 Imagen Chica con lágrima III  Roy Lichtenstein



                                                                                                        A Gustavo Roldán

 

No es fácil volver de París, en realidad nunca es fácil volver de ningún lado. Me queda la sobredosis de ojos, la inerte sonrisa del turista idiota que no quiere que lo reconozcan tan sudaca. ¿O acaso no te pasa? ¿Te cansaste ya de sonreír a los franceses? Bonjour bonjour. Si en Buenos Aires nunca dijiste ni hola.

El día que fuimos de compras al Franprix, en el metro había un tipo muy raro con un saxo entre las piernas. ¿Sabés de qué te hablo? Ese que parecía un americano, un jazzero de los de antes. Entre dormido dejó caer el saxo que sonó a lata templada, cuando se despertó tenía esa sonrisa dibujada en la cara lustrosa sin embargo sus ojos estaban a kilómetros de distancia. Inmensamente tristes.

Ya sé que me vas a decir que París está lleno de negros pero este no era africano de los de ahora. No, no. Este marcaba el compás con el pie —una pata enorme— y esa sonrisa fácil, de buena gente. Esa sonrisa de acariciar la vida antes de que te dé un cross de derecha. Escuché que alguien le hablaba, tenía esa erre francesa, el tipo alto. ¿Por qué me parece conocerlo? ¿Te pareció lo mismo?

Es que creo que es el mismo tipo que vimos en Praga, cerca del puente. ¿Te acordás que nos preguntó por La Maga y nos reímos mucho? El tipo hablaba perfecto argentino. Nos dijo algo así como que en Praga son tan cortos los días pero el calor brota de las chimeneas del encierro —acá la erre se le pegó el resbalón— y la música y ya no tengo veinte años para enfrentar la nieve. Yo creí que estaba en pedo pero vos me dijiste que ese tipo alto de pelo negro era parecido a tu amigo de Buenos Aires ¿puede ser?

Sabés que los viajes me dan vuelta las hormonas y se me van juntando las baldosas de una y otra ciudad como figuritas de un álbum pero el puente y los leones ¿Era París o Praga? Bueno es que las dos empiezan con pe. Tal vez, Londres. Está lleno de leones. Por un momento me la imaginé a Virginia montada en un león —hembra—.

            Sabés que el sol menor se pinta de azul triste, dicen de los colores fríos y en Praga hacía tanto frío que la nieve parecía la mismísima Antártida. Ese amigo tuyo, el otro, que no recuerdo el nombre, me llevó al hotel Silenzio. Tal vez nunca te lo haya contado y me sonó a silencio (no sé nada de checo) y todo fue silencio: mi desnudo y su desnudo, el cartel titilante de la puerta que dejaba resquicios de rojos y blancos.

El negro del metro sonrió mientras su pie daba un golpecito. Fue con melancolía. Los orgasmos melancólicos te dan tantas ganas de llorar…

Las chimeneas soplaban bocanadas de humo y me hubiese gustado poder volar sobre los techos. Volé. Tal vez no te lo dije nunca pero esa melancolía de la que te hablaba me hacía volar y las luces. ¿Te conté de las luces?

El tipo me habló de la esposa. ¿Podrás creerlo? Si no lo paraba me hubiese hablado de las navidades con sus hijos alrededor del arbolito.

¿Estábamos cerca de navidad cuando fuimos a Praga?

Dio unos golpecitos como marcando un compás pero olía a alcohol, penetrante. Me penetró todos los sentidos.

Los colores se mezclaban, titilaban en una calle silenciosa o nosotros éramos los silenciosos. Cerró la puerta, se fue y yo me quedé en la cama. Había pedido una botella de vino. Los vinos franceses son exquisitos. Estaba pintando un autorretrato, cuando terminó de decirlo estallé de risa. ¿Qué otra cosa podría pintar? Imaginé la cara de Diego y Las Meninas.

 Marcó el compás y el morocho le hablaba con tanto encanto… casi me lo creo, tanta dulzura. El tipo quería algo del negro y yo quería algo de París pero me fui dos horas después con el vestido desprendido y la botella y los tacos en la mano. Porque la heroína desvaída siempre tiene que salir con los tacos en la mano y si tiene veinte, mejor. Porque de viejas, ni hablar. Viejas locas. Me gustás mucho, me dijo cuando cerró la puerta. Un boludo.

Y la botella, tomando del pico, obvio. Se llamaba Silenzio. No hice ningún ruido, te juro. Mi ruido… es ensordecedor a veces. No sé en qué momento apareció pero sí sé en qué momento desapareció. Y estaba nevando. Fue en París o en Praga, una de las dos. Pensándolo bien era medianoche y fue en París. Creo.

 

jueves, 23 de octubre de 2025

Terrones y azúcar



Imagen: La caída (1944) Débora Arango



 

 

…vio desde el salón que Laure  salía al jardín

con un vestido azul sobre el que se derramaba

la cabellera rojiza, encendida por el sol.

El Perfume

Patrick Süskind

 

 

 

Fue por acá, era esta puerta. Ale miró los relojes colgados en la pared y reconoció los papeles en fila como recordatorios. Mariposas berretas. Pudo leer en uno, su nombre. Un olor a vinagre viejo la asqueó. El péndulo recorría un espacio tan largo que cuando volvía era distinto, tal vez más brillante, tal vez más cerca. Cada vez más cerca.

Quiero salir, gritaba y un gigante negro, obstinado, con pelo grasiento la detenía con la mano en alto. Le apoyaba la maza en la frente con la terquedad de quien no tiene reparos en romperte en pedazos.

La lámpara se balanceaba y dejaba resquicios por donde se colaba el techo de chapas. Otro techo de chapas. Un techo que resoplaba dolores. Lo negro se volvió más negro  ya no puedo distinguir formas.

La abuela me daba terrones de azúcar cuando me portaba bien. Dulce como la sangre.

Los tacos no la soportaban, los tobillos estaban reblandecidos y sus pestañas postizas se iban despegando, caían al pozo como hojas de un otoño cuarteado. Un hilo de baba salía por su comisura. Se tocó y el líquido caliente resbalaba por su pecho. No podía unir lo que estaba roto. La pollera ínfima se trepaba a sus piernas sin voluntades. No veía a Carla, alguien gritaba en la otra habitación o era ella misma que se iba desprendiendo.

 

—Te lo pido por favor, te confundiste.

—Puta reventada.

— ¡Las uñas, no!

Empezó la música a destrozar el canto de los cuervos.

—Pendeja de mierda.

—Basta, por favor.

—Te lo manda el Bambi. Sabés, ¿no?

—Estás equivocado. Dejame hablar con él.

— ¿Sabías que con él no se jode?

—No, yo le dije…

— ¿Qué pensaste? Era fácil. Pero querías más. Ahora tenés más.

El monstruo se tocaba con la satisfacción de verla partida.

Paró. Alguien se acercó. Vi su silueta en la puerta.

—Pará, Bocha ya está  —dijo la voz.

Bocha, claro que lo conozco. Lo conocí en esa fiesta al hijo de puta. Salimos juntos. Entonces trabajaba para él.

El temblor no la dejaba respirar, la habitación se tiñó de violeta intenso. Pensó en su peluche, ese que dormía sobre su cama desordenada. Quiso volver, quiso tirarse en el pasto de la plaza y ver cómo el humo salía de su boca. Rico perfume. Una flor. Quiso acariciar algo y no supo qué. Maldijo al jorobado de mierda, al Cabeza. Maldijo la noche que lo conoció al Bambi y le prometió amor eterno. El polvo rosa estaba cerca. Lo vio. Trepó su cuerpo, reptó el piso de tierra que la tragaba de a poco. Ya estaba cerca, tan cerca que podía tocarla. Más cerca y más brillante como un péndulo que la partía en dos.

 

miércoles, 27 de agosto de 2025

Telares


 Imagen: Retrato de la abuela Anna cosiendo S. Dalí


Telares

                                         Ahora Washington está dictándome:  

                         Una buena obrera…

                                                                                              J. J. Saer “A medio borrar”

 

 

                                                                                                                                                            

Esther se sentó en el sillón azul, levantó sus piernas lentamente. Recogió su delantal en la cintura y allí escondió sus manos gruesas. Empezó a dictarme y solo pude copiar esto:

 

Una buena obrera                coma de telar en minutos sin minutos            punto.

Los zapatos del casamiento                   punto. No hay otros   coma taco clavado en talón obrero       punto. Pulsera apretando un tobillo hinchado de horas coma minutos y segundos            punto. Cuando cobre             coma vendrán las zapatillas                punto. Ahora          coma caminar el barro        punto.

 Y el olor del telar               coma el olor del tiempo sin hijo     punto.      El olor de la obrera                           punto.

La tarjeta de salida y cincuenta y nueve    coma  falta todavía punto.

 Mi nene en siesta de madre otra       punto.

 La obrera soy yo punto.

Campomar coma       Valentín Alsina 1960            punto.

 Campomar otro 1978, no hay         punto. Campomar de muerte, cuerpo de río suspirando estelas de telar. Ojos de vidrio esmerilado. Telares de tejer venenos                                punto.

Cada minuto de la máquina equivale a un muerto                punto.


jueves, 24 de julio de 2025

El aljibe

Imagen: Leonora Carrington  Samain



 

El aljibe

 

 

                                                                                                                             La jaula se ha vuelto pájaro

                                                                                                                             Alejandra  Pizarnik

 

La ventana daba al patio, una jaula negra de miedos. Ya no había nadie. Mamá se había ido hacía mucho. Solo quedaba el portón alto de  hierro fundido por donde salí aquella vez hace más de cuarenta años.

Mario llevaba la valija; yo, el abrigo y dos bolsas repletas de pájaros. Sentía el aletear desesperado, la falta de aire. Siempre igual, la casa jaula y el portón enorme.

Nunca vi un cielo en ese rectángulo de tiempo como si no existiera en ese rincón de Quilmes. Ni lunas ni soles, nada. Quizá alguna vez el Chiquito que jugaba con una media que se había robado y se la llevaba a mi papá que estaba en el fondo con los zapatos para arreglar, apilados. Altas torres con agujeros en la media suela o las tapitas de los tacos arruinadas, cueros como labios de viejos arrugados.

El patio era plantas y alegrías, ese patio, esas alegrías. Todo mutó en otro patio. Pero vuelvo al rectángulo oscuro y no puedo coordinar los hechos. Intento respirar y el aire no entra, se arremolina y pasa. Llevo la cabeza hacia atrás en un intento desesperado por robar un poco, forzar la entrada del aire. El pecho se expande, las costillas se abren como alas, se hunde el ombligo. Empiezo a cabecear, estirarme. Intento abrir los brazos, no puedo. No veo lo que hay a mi alrededor, negro. Araño, siento el vibrar de otros en medio del patio oscuro. Muevo todo mi cuerpo, serpenteo. Mis recuerdos se agujerean, motas de sucesos inconexos. Caigo abismada. Los párpados se cierran y luchan al mismo tiempo en compases discontinuos.

Mamá le pone la comida en su plato de lata. Él mueve la cola y come al mismo tiempo. Levanta la cabeza, mira. Vuelve a comer. Y el martillo de papá se escucha en el fondo.

Aprieto los dientes, las piernas se estiran en convulsión. Siento los ojos que giran como mirando el interior de mi cabeza. Y el agua que me hunde.

Él suelta el martillo, la torre de zapatos se desparrama, grita. Caigo, interminables paredes de ladrillos. Mario quiere detenerme, no puede. Mamá también grita. Y de pronto el eco del silencio como una boca gigantesca que me traga.

Mamá hace cuarenta años que no está en la casa. El chiquito tampoco. Papá, ¿sigue martillando? Escucho ruidos. Tal vez le haya quedado algún zapato de último momento, ese imprescindible.

Mario llevaba la valija con mi ropa. Atravesamos el patio. Abrimos el portón de hierro fundido. Antes era amarillo. Cuando me agarró de la mano, le prometí que no volvería hasta dentro de cuarenta años.

El patio es un cuadrado oscuro repleto de miedos, lo veo desde la ventana. Papá arregla zapatos en el fondo. Mamá le da de comer al chiquito y Mario juega conmigo en el patio. Se lo prometí pero los pájaros aletean en las bolsas. No puedo respirar. Caigo.


viernes, 16 de mayo de 2025

Del otro lado

 


Imagen: Berni   Juanito dormido (detalle)


Del otro lado

 

Ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro

La condesa sangrienta. Alejandra Pizarnik

 

La puerta se cerraba con furia. Una, dos vueltas de llave. Adentro: niebla, el no saber; afuera: el patio negado. Horas lentas.

 ¿Dos veces por semana? A veces más. Replegaba las piernas fetales, costado sin bordes. Apretado en un vientre de madera.

El ojo oscuro de un Sandokán villero me soñaba. Yo no podía soñar. No había estrellas que me guiaran en este mar de aislamiento. Se fundían los azules y siempre aparecían los negros con sus danzas de tigres devorándome.

Olor a naftalina, humedad. Luchaba la tarde hasta que la noche se colaba degollada en llantos ya secos. Cuando la luz de la pieza se encendía sabía que había llegado el final. Una hilacha de esperanza momentánea. Tal vez me quedara sin comida.

-No lo hago más, perdoname.

Al salir, la libertad me convertía en fiera, quería matar para no desaparecer, para dar paso a mi sombría existencia. Despojado del niño sólo me quedaba ese río de lava que sube desde lo bajo hasta la garganta seca y cabalga sin freno.

-No lo hago más, mamá.

Y quería abrazar el frío hielo y me resbalaba en asco. Cuna de piedra sometida. Útero de chatarras oxidadas. Punza, atraviesa, araña.

-No lo hago más. No me encierres otra vez.

Ya había olvidado la causa que me había llevado allí. La cara de la madre, (mi madre) me enfrentaba con dureza. Amputada de caricias la fui aprendiendo. Sólo tejía venganzas.

-No lo hago más, te lo prometo.

Y otra vez la puerta del ropero se cerraba hasta la noche hambrienta.


Audio La Cautiva