Imagen: Edward Hopper, Cape cod morning
Como peras maduras
Irene se
paró frente a la puerta del quinto piso, golpeó tímida con el nudillo del dedo.
Del otro lado, el llanto ahogado de un bebé. Se maldijo por la intromisión pero
tenía que hacerlo. La humedad manchaba el techo y sus azaleas rebosantes se
empañaban con el negro del balcón de arriba.
Golpeó otra vez y su cadera se inclinó enérgica. La puerta no
se abría, decidió volver más tarde.
Entró a su departamento y fue directo al balcón, miró hacia
arriba con los brazos en jarra. Ahí estaba esa mancha con cara de bruja y las
azaleas, con sus brazos extendidos en señal de justicia.
Fue a la cocina para lavar los platos que habían quedado de
la noche anterior. Un vaso se resbaló de su mano y estalló en el piso. Todo
salía mal. Era uno de esos días en que necesitaba no estar tan sola. Ya había
hablado con el encargado, un pobre infeliz que apenas le daba la cabeza para
limpiar vidrios.
—Es que la chica riega las plantas y bueno, es normal.
—
¡Normal
es que no me jodan con sus mierdas! —gritó Irene y dio por terminado un diálogo
que nunca había empezado.
Las cinco. Ya era la hora de la novela. Prendió la
televisión, se sentó en el sillón de siempre. El lacayo había asesinado al marqués
en el capítulo anterior y Heriberto que estaba en la otra habitación lo había
visto. Es verdad que se lo merecía, lo trataba mal y hasta llegó a darle
latigazos en la espalda.
Después Irene se
preparó el mate, unas tostadas y a mirar por la ventana el departamento de
enfrente. Era la hora que llegaba el pibe del cuarto. Dejaba las zapatillas en el balcón, se sacaba
la remera y las bermudas y se sentaba frente a la tele con el joystick en la
mano y el paquete de papas fritas cerca. Algo de envidia le tenía. ¿Cuánto
tiempo hacía que no comía unas crujientes papas por cuidar su colesterol?
Después de pensar un rato, Irene volvió al quinto piso de su
edificio decidida a hablar con la vecina. Miró por la cerradura que no le
devolvió ninguna imagen y usó su bastón sobre la puerta.
Ningún sonido, ni el bebé ni su madre. En ese momento se le
ocurrió la idea.
Volvió a su departamento agarró el palo de selfies que le
había comprado al chino de la otra cuadra, le puso un espejo, se caía. Agarró
otro más chico pero suficiente, lo pego con cinta y supo desolada que le
faltaban por lo menos dos metros para asomarse por el departamento de su
maternal vecina.
No se dejó vencer. Agregó el palo de la escoba al otro y tampoco llegaba. Se subió a un banquito,
después a una silla y comprobó satisfecha que su plan era perfecto: vista
panorámica del quinto A.
En su observación pudo ver que las macetas no tenían un plato
contenedor y el agua maligna quedaba retenida sobre el piso que era el techo de
su balcón y la consecuente mancha de humedad.
La silla tembló por un momento pero Irene estaba tan
entusiasmada que no lo notó. Ya que estaba inclinó un poco toda la parafernalia
y husmeó el living, la sillita de comer, los juguetes en el piso y un cuadro
horrible con colores estrepitosos que ocupaba la pared lateral. Como ya le
empezaba a doler el brazo se dispuso a bajar todos los instrumentos.
Ahí notó con sorpresa que el pibe del edificio de enfrente la
estaba vigilando. Ella le hizo una seña de silencio con el índice sobre la boca
pero el chico ya tenía el celular en la mano.
Era de esperarse, se cayó de la silla. El espejo se deshizo
en pedazos sobre la vereda y el palo del chino voló sin mayores consecuencias
para los curiosos que miraban entusiasmados enfrente.
Irene apenas tuvo un golpe en la rodilla derecha. El médico
le cambió el bastón por un andador durante unos meses, nada grave.
— ¿Está mejor de la caída? Soy Laura del quinto A. —Escuchó
Irene al subir al ascensor.
—Estoy mejor, gracias querida.
—El vecino de enfrente me dijo que se había caído de una
silla. —Irene palideció y su ojo derecho tintineó varias veces.
— ¿Y qué más te contó?
—No, sólo eso.
—Ya que te veo, te quería decir si podrías ponerle un platito
a las macetas para que escurran el agua y no me pase la humedad. Cuando puedas,
no es urgente. —Miró la botonera del ascensor como no dando importancia a sus
propias palabras.
—Otra cosa, al chico de enfrente no le creas nada de lo que
dice, es un pibe muy fantasioso, será que está todo el día con la play. Dicen
los médicos que se les van atrofiando las neuronas de tanta pantalla. Es un
pibe raro… —respiró, enderezó su columna, hizo una pausa y siguió:
—Hay gente que lo único que hace es curiosear la casa de los
vecinos. Digo por lo que te contó. —Se agarró fuerte del andador y se dispuso a
bajar cuando la luz iluminó la tecla PB.
No hay comentarios:
Publicar un comentario