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jueves, 23 de octubre de 2025

Terrones y azúcar



Imagen: La caída (1944) Débora Arango



 

 

…vio desde el salón que Laure  salía al jardín

con un vestido azul sobre el que se derramaba

la cabellera rojiza, encendida por el sol.

El Perfume

Patrick Süskind

 

 

 

Fue por acá, era esta puerta. Ale miró los relojes colgados en la pared y reconoció los papeles en fila como recordatorios. Mariposas berretas. Pudo leer en uno, su nombre. Un olor a vinagre viejo la asqueó. El péndulo recorría un espacio tan largo que cuando volvía era distinto, tal vez más brillante, tal vez más cerca. Cada vez más cerca.

Quiero salir, gritaba y un gigante negro, obstinado, con pelo grasiento la detenía con la mano en alto. Le apoyaba la maza en la frente con la terquedad de quien no tiene reparos en romperte en pedazos.

La lámpara se balanceaba y dejaba resquicios por donde se colaba el techo de chapas. Otro techo de chapas. Un techo que resoplaba dolores. Lo negro se volvió más negro  ya no puedo distinguir formas.

La abuela me daba terrones de azúcar cuando me portaba bien. Dulce como la sangre.

Los tacos no la soportaban, los tobillos estaban reblandecidos y sus pestañas postizas se iban despegando, caían al pozo como hojas de un otoño cuarteado. Un hilo de baba salía por su comisura. Se tocó y el líquido caliente resbalaba por su pecho. No podía unir lo que estaba roto. La pollera ínfima se trepaba a sus piernas sin voluntades. No veía a Carla, alguien gritaba en la otra habitación o era ella misma que se iba desprendiendo.

 

—Te lo pido por favor, te confundiste.

—Puta reventada.

— ¡Las uñas, no!

Empezó la música a destrozar el canto de los cuervos.

—Pendeja de mierda.

—Basta, por favor.

—Te lo manda el Bambi. Sabés, ¿no?

—Estás equivocado. Dejame hablar con él.

— ¿Sabías que con él no se jode?

—No, yo le dije…

— ¿Qué pensaste? Era fácil. Pero querías más. Ahora tenés más.

El monstruo se tocaba con la satisfacción de verla partida.

Paró. Alguien se acercó. Vi su silueta en la puerta.

—Pará, Bocha ya está  —dijo la voz.

Bocha, claro que lo conozco. Lo conocí en esa fiesta al hijo de puta. Salimos juntos. Entonces trabajaba para él.

El temblor no la dejaba respirar, la habitación se tiñó de violeta intenso. Pensó en su peluche, ese que dormía sobre su cama desordenada. Quiso volver, quiso tirarse en el pasto de la plaza y ver cómo el humo salía de su boca. Rico perfume. Una flor. Quiso acariciar algo y no supo qué. Maldijo al jorobado de mierda, al Cabeza. Maldijo la noche que lo conoció al Bambi y le prometió amor eterno. El polvo rosa estaba cerca. Lo vio. Trepó su cuerpo, reptó el piso de tierra que la tragaba de a poco. Ya estaba cerca, tan cerca que podía tocarla. Más cerca y más brillante como un péndulo que la partía en dos.

 

miércoles, 27 de agosto de 2025

Telares


 Imagen: Retrato de la abuela Anna cosiendo S. Dalí


Telares

                                         Ahora Washington está dictándome:  

                         Una buena obrera…

                                                                                              J. J. Saer “A medio borrar”

 

 

                                                                                                                                                            

Esther se sentó en el sillón azul, levantó sus piernas lentamente. Recogió su delantal en la cintura y allí escondió sus manos gruesas. Empezó a dictarme y solo pude copiar esto:

 

Una buena obrera                coma de telar en minutos sin minutos            punto.

Los zapatos del casamiento                   punto. No hay otros   coma taco clavado en talón obrero       punto. Pulsera apretando un tobillo hinchado de horas coma minutos y segundos            punto. Cuando cobre             coma vendrán las zapatillas                punto. Ahora          coma caminar el barro        punto.

 Y el olor del telar               coma el olor del tiempo sin hijo     punto.      El olor de la obrera                           punto.

La tarjeta de salida y cincuenta y nueve    coma  falta todavía punto.

 Mi nene en siesta de madre otra       punto.

 La obrera soy yo punto.

Campomar coma       Valentín Alsina 1960            punto.

 Campomar otro 1978, no hay         punto. Campomar de muerte, cuerpo de río suspirando estelas de telar. Ojos de vidrio esmerilado. Telares de tejer venenos                                punto.

Cada minuto de la máquina equivale a un muerto                punto.


jueves, 24 de julio de 2025

El aljibe

Imagen: Leonora Carrington  Samain



 

El aljibe

 

 

                                                                                                                             La jaula se ha vuelto pájaro

                                                                                                                             Alejandra  Pizarnik

 

La ventana daba al patio, una jaula negra de miedos. Ya no había nadie. Mamá se había ido hacía mucho. Solo quedaba el portón alto de  hierro fundido por donde salí aquella vez hace más de cuarenta años.

Mario llevaba la valija; yo, el abrigo y dos bolsas repletas de pájaros. Sentía el aletear desesperado, la falta de aire. Siempre igual, la casa jaula y el portón enorme.

Nunca vi un cielo en ese rectángulo de tiempo como si no existiera en ese rincón de Quilmes. Ni lunas ni soles, nada. Quizá alguna vez el Chiquito que jugaba con una media que se había robado y se la llevaba a mi papá que estaba en el fondo con los zapatos para arreglar, apilados. Altas torres con agujeros en la media suela o las tapitas de los tacos arruinadas, cueros como labios de viejos arrugados.

El patio era plantas y alegrías, ese patio, esas alegrías. Todo mutó en otro patio. Pero vuelvo al rectángulo oscuro y no puedo coordinar los hechos. Intento respirar y el aire no entra, se arremolina y pasa. Llevo la cabeza hacia atrás en un intento desesperado por robar un poco, forzar la entrada del aire. El pecho se expande, las costillas se abren como alas, se hunde el ombligo. Empiezo a cabecear, estirarme. Intento abrir los brazos, no puedo. No veo lo que hay a mi alrededor, negro. Araño, siento el vibrar de otros en medio del patio oscuro. Muevo todo mi cuerpo, serpenteo. Mis recuerdos se agujerean, motas de sucesos inconexos. Caigo abismada. Los párpados se cierran y luchan al mismo tiempo en compases discontinuos.

Mamá le pone la comida en su plato de lata. Él mueve la cola y come al mismo tiempo. Levanta la cabeza, mira. Vuelve a comer. Y el martillo de papá se escucha en el fondo.

Aprieto los dientes, las piernas se estiran en convulsión. Siento los ojos que giran como mirando el interior de mi cabeza. Y el agua que me hunde.

Él suelta el martillo, la torre de zapatos se desparrama, grita. Caigo, interminables paredes de ladrillos. Mario quiere detenerme, no puede. Mamá también grita. Y de pronto el eco del silencio como una boca gigantesca que me traga.

Mamá hace cuarenta años que no está en la casa. El chiquito tampoco. Papá, ¿sigue martillando? Escucho ruidos. Tal vez le haya quedado algún zapato de último momento, ese imprescindible.

Mario llevaba la valija con mi ropa. Atravesamos el patio. Abrimos el portón de hierro fundido. Antes era amarillo. Cuando me agarró de la mano, le prometí que no volvería hasta dentro de cuarenta años.

El patio es un cuadrado oscuro repleto de miedos, lo veo desde la ventana. Papá arregla zapatos en el fondo. Mamá le da de comer al chiquito y Mario juega conmigo en el patio. Se lo prometí pero los pájaros aletean en las bolsas. No puedo respirar. Caigo.


viernes, 16 de mayo de 2025

Del otro lado

 


Imagen: Berni   Juanito dormido (detalle)


Del otro lado

 

Ya nadie podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro

La condesa sangrienta. Alejandra Pizarnik

 

La puerta se cerraba con furia. Una, dos vueltas de llave. Adentro: niebla, el no saber; afuera: el patio negado. Horas lentas.

 ¿Dos veces por semana? A veces más. Replegaba las piernas fetales, costado sin bordes. Apretado en un vientre de madera.

El ojo oscuro de un Sandokán villero me soñaba. Yo no podía soñar. No había estrellas que me guiaran en este mar de aislamiento. Se fundían los azules y siempre aparecían los negros con sus danzas de tigres devorándome.

Olor a naftalina, humedad. Luchaba la tarde hasta que la noche se colaba degollada en llantos ya secos. Cuando la luz de la pieza se encendía sabía que había llegado el final. Una hilacha de esperanza momentánea. Tal vez me quedara sin comida.

-No lo hago más, perdoname.

Al salir, la libertad me convertía en fiera, quería matar para no desaparecer, para dar paso a mi sombría existencia. Despojado del niño sólo me quedaba ese río de lava que sube desde lo bajo hasta la garganta seca y cabalga sin freno.

-No lo hago más, mamá.

Y quería abrazar el frío hielo y me resbalaba en asco. Cuna de piedra sometida. Útero de chatarras oxidadas. Punza, atraviesa, araña.

-No lo hago más. No me encierres otra vez.

Ya había olvidado la causa que me había llevado allí. La cara de la madre, (mi madre) me enfrentaba con dureza. Amputada de caricias la fui aprendiendo. Sólo tejía venganzas.

-No lo hago más, te lo prometo.

Y otra vez la puerta del ropero se cerraba hasta la noche hambrienta.


lunes, 31 de marzo de 2025

Atrapada

 

Imagen: Petra Kaindel



Atrapada

 

Al terminar, te vas a sentar junto al horno

y vas a abrir la puerta, hacia abajo

como los puentes levadizos.

Alejandra Kamiya

 

 

No vas a esperar a que se cuele la luz por la ventana porque no hay ventana. No vas a esperar mucho, solo salir de la niebla que se mete en la piel de todas. Piel de escamas sin mares. Mares de niños sin teta.

Tu hijo se irá en cuanto nazca. Te marcarán su cara en las vísceras para que lo lleves dentro. Lo verás en fotos o no.

Vas a dejar tus pocas pertenencias debajo de la cama ínfima y compartida. Jamás molestarás a tu compañera, dormirás de lado, la más antigua elegirá. Todo.

Sin aire, pulmones de goma espuma en una ciudad abrasadora. Vas a lavar tu cuerpo y tu ropa solo cuando te lo permitan. No siempre tendrás agua. Te acostumbrarás a los olores de cuerpos que menstrúan. Conocerás el hedor de baños sin papel, abiertos, un metro de pared. La intimidad dormirá un largo rato.

Venerarás imágenes de vírgenes paganas o auxiliadoras. Vas a cerrar los ojos y vas a elegir. Tal vez un rosario que jamás viste antes, te haga compañía.

Te levantarás tempranísimo para dar el número porque serás número, ya nunca persona. Nadie conocerá tu nombre, hasta vos lo olvidarás.

Llevarás tatuada la cara de tu madre en el rencor de la penumbra. Telar de infiernos. La abrazarás en sueños recurrentes. Te acunará en el mejor de los casos.

Alejarás pensamientos festivos porque será más difícil volver al pozo. Te preguntarás cada mañana el por qué y no encontrarás respuestas.

Arreciará el hambre como antes. Arrancar de dientes apretados. Negociarás la nada por un algo. Requisarás el temblor de la traición y robarás tijeras que te defiendan.

Querrás volver el tiempo atrás y será inútil pero lo vas a intentar una y otra vez como Sísifo. Incansable. Veinte años y más. Pasarás horas eternas tratando de alejarte y más te hundirás irremediable en la desesperación. 

Pedirás justicia ciega, con la gran espada que te decapitará inexorable.

Alimentarás la idea de realizar lo que te llevó ahí. Paradojas de la sombra


jueves, 27 de febrero de 2025

Como peras maduras

 

Imagen: Edward Hopper, Cape cod morning


Como peras maduras

 

 

Irene se paró frente a la puerta del quinto piso, golpeó tímida con el nudillo del dedo. Del otro lado, el llanto ahogado de un bebé. Se maldijo por la intromisión pero tenía que hacerlo. La humedad manchaba el techo y sus azaleas rebosantes se empañaban con el negro del balcón de arriba.

Golpeó otra vez y su cadera se inclinó enérgica. La puerta no se abría, decidió volver más tarde.

Entró a su departamento y fue directo al balcón, miró hacia arriba con los brazos en jarra. Ahí estaba esa mancha con cara de bruja y las azaleas, con sus brazos extendidos en señal de justicia.

Fue a la cocina para lavar los platos que habían quedado de la noche anterior. Un vaso se resbaló de su mano y estalló en el piso. Todo salía mal. Era uno de esos días en que necesitaba no estar tan sola. Ya había hablado con el encargado, un pobre infeliz que apenas le daba la cabeza para limpiar vidrios.

—Es que la chica riega las plantas y bueno, es normal.

    ¡Normal es que no me jodan con sus mierdas! —gritó Irene y dio por terminado un diálogo que nunca había empezado.

Las cinco. Ya era la hora de la novela. Prendió la televisión, se sentó en el sillón de siempre. El lacayo había asesinado al marqués en el capítulo anterior y Heriberto que estaba en la otra habitación lo había visto. Es verdad que se lo merecía, lo trataba mal y hasta llegó a darle latigazos en la espalda.

Después  Irene se preparó el mate, unas tostadas y a mirar por la ventana el departamento de enfrente. Era la hora que llegaba el pibe del cuarto.  Dejaba las zapatillas en el balcón, se sacaba la remera y las bermudas y se sentaba frente a la tele con el joystick en la mano y el paquete de papas fritas cerca. Algo de envidia le tenía. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía unas crujientes papas por cuidar su colesterol?

Después de pensar un rato, Irene volvió al quinto piso de su edificio decidida a hablar con la vecina. Miró por la cerradura que no le devolvió ninguna imagen y usó su bastón sobre la puerta.

Ningún sonido, ni el bebé ni su madre. En ese momento se le ocurrió la idea.

Volvió a su departamento agarró el palo de selfies que le había comprado al chino de la otra cuadra, le puso un espejo, se caía. Agarró otro más chico pero suficiente, lo pego con cinta y supo desolada que le faltaban por lo menos dos metros para asomarse por el departamento de su maternal vecina.

No se dejó vencer. Agregó el palo de la escoba al otro y  tampoco llegaba. Se subió a un banquito, después a una silla y comprobó satisfecha que su plan era perfecto: vista panorámica del quinto A.

En su observación pudo ver que las macetas no tenían un plato contenedor y el agua maligna quedaba retenida sobre el piso que era el techo de su balcón y la consecuente mancha de humedad.

La silla tembló por un momento pero Irene estaba tan entusiasmada que no lo notó. Ya que estaba inclinó un poco toda la parafernalia y husmeó el living, la sillita de comer, los juguetes en el piso y un cuadro horrible con colores estrepitosos que ocupaba la pared lateral. Como ya le empezaba a doler el brazo se dispuso a bajar todos los instrumentos.

Ahí notó con sorpresa que el pibe del edificio de enfrente la estaba vigilando. Ella le hizo una seña de silencio con el índice sobre la boca pero el chico ya tenía el celular en la mano.

Era de esperarse, se cayó de la silla. El espejo se deshizo en pedazos sobre la vereda y el palo del chino voló sin mayores consecuencias para los curiosos que miraban entusiasmados enfrente.

Irene apenas tuvo un golpe en la rodilla derecha. El médico le cambió el bastón por un andador durante unos meses, nada grave.

 

— ¿Está mejor de la caída? Soy Laura del quinto A. —Escuchó Irene al subir al ascensor.

—Estoy mejor, gracias querida.

—El vecino de enfrente me dijo que se había caído de una silla. —Irene palideció y su ojo derecho tintineó varias veces.

— ¿Y qué más te contó?

—No, sólo eso.

—Ya que te veo, te quería decir si podrías ponerle un platito a las macetas para que escurran el agua y no me pase la humedad. Cuando puedas, no es urgente. —Miró la botonera del ascensor como no dando importancia a sus propias palabras.

—Otra cosa, al chico de enfrente no le creas nada de lo que dice, es un pibe muy fantasioso, será que está todo el día con la play. Dicen los médicos que se les van atrofiando las neuronas de tanta pantalla. Es un pibe raro… —respiró, enderezó su columna, hizo una pausa y siguió:

—Hay gente que lo único que hace es curiosear la casa de los vecinos. Digo por lo que te contó. —Se agarró fuerte del andador y se dispuso a bajar cuando la luz iluminó la tecla PB.

 

 

 

 

 


Audio La Cautiva