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jueves, 12 de diciembre de 2024

La melodía de las dunas

 

 

No pises mi blancor almidonado

                                                                                               F García Lorca

 


Huele a sal y finito. Porque todo termina abrumándose y una línea invisible se apaga definitiva.  

La sospecha penetra el triángulo de la amistad. Todo está aniquilado. Era mi plan. Lo que antes parecía sólo un juego se convierte en miradas lacerantes, punzadas en el pecho. Las dudas son pájaros en el aire, Susana jamás los atrapará aunque se empeñe.

 Habían alquilado esa casa frente al mar que tantas veces vieron desde lejos, desde la costa. Carlos y Susana veraneaban en Mar Azul desde hacía más de diez años.

Nerea hacía mucho que estaba sola. Le gustaba gozar de su libertad, no dar sus coordenadas a nadie y siempre se reía de todo. Su risa abanicaba sus estridencias, lujuriosa. Ese verano les pidió acompañarlos. Tal vez no fue una buena decisión aceptar. Para mí fue la oportunidad.

Llegaron después del mediodía. Carlos se acostó, había manejado todo el trayecto.

Susana y Nerea acomodaron los bolsos. Malla, sombrilla, las sillitas y directo a la playa inmensa y solitaria. El sol a contrapelo, mar de un lado y sol del otro. Un cielo casi blanco dibujaba reflejos espejados en el horizonte. Nada era nítido en esa claridad tan absoluta y me permitía ser casi invisible. Perderse en el mar, otearlo, imaginarlo habitado por criaturas fantásticas. Susana se perdía entre olas. Todos los movimientos la hipnotizaban pero no me veía. Sentía el vaivén inexplicable del mar y la presunción de una bestia fabulosa a punto de aflorar. ¿Me adivinaba?

 El no hacer nada invita a divagar. Quería ahondarse en las miradas furtivas y algo la detenía porque nunca se sabe. Intentar descubrir en los rostros de Carlos y Nerea algún secreto, se había convertido en una tarea diaria, desgastante. La veía en la reposera y se preguntaba cosas que no se atrevía a repetirse. No puede ser capaz. Las imágenes del café que habían tomado en el camino. La risa obstinada de Nerea. Carlos que se pone tan obvio cuando algo lo seduce. Cuando volvió del baño, la pareja que estaba a unas mesas tal vez cómplices silenciosos de algo que había ocurrido en su ausencia…

Me miró, el frío la recorrió pero estaba distante. La distrajo el resoplar de la máquina de café que lo penetra todo. Repasaba las secuencias como una directora de cine pero se detenía, no podía avanzar. No quería avanzar. Y ahora apilaba montañas, hilos de arena caliente que se desparramaban por el vértice cambiante de sus dedos. Miró los médanos blancos, vientres de ballenas amamantando ese infierno. Se sintió abatida. Deseaba una nube que le diera un respiro a ese sol delirante. Un poco de paz.

Le propuso a Nerea una caminata por la playa pero Nerea prefirió hacerlo en la camioneta, llegar hasta el faro Querandí. Eran las tres de la tarde, tenían tiempo. Y le pareció una muy buena idea, a mí también. Disipó sus ideas persecutorias. Se sintieron como esas dos adolescentes cómplices que habían sido en la secundaria.

Carlos dormía. Susana dejó una nota. Su letra redonda en íes circuladas y soñolientas quedó sobre la mesa.

Allá se fueron. Llegaron a la playa nudista, faltaba un trecho apenas para el faro. Se rieron imaginando el fisgonear anticipado. Allí tomaron la decisión de hacer un rodeo por los médanos porque no se puede circular por la playa. Ni lo pensaron. Estaban narcotizadas por el deseo tardío de volver a sus aventuras juveniles. Siguieron una huella zigzagueante que salía de la playa, rodearon moles de arena hasta que la camioneta se encajó. En la desesperación, Susana apretaba desaforada el acelerador y más se enterraba. Bajaron, sintieron en sus pies el fuego y empujaron hasta quedarse exhaustas. Yo sólo las miraba desde lejos, esperando. Sacaron la sombrilla para protegerse y las reposeras para descansar un poco pero el sol las abrazaba. Las bocas empezaban a moverse secas, la lengua anquilosada. No llevaron agua. Nerea decidió caminar para buscar ayuda. Susana quedó ahí, toda mía. Vahído. Se desmayó y cuando reaccionó su piel estaba surcada por ampollas, como escamas. Caminó unos pasos, se quemaba, se dio cuenta que no podía, volvió. Varias veces repitió un imposible. Yo la veía ir y venir. Ya era hora.

El sonido empezó a hacerse más intenso, una música que jamás había escuchado, mi música. Un lamento, un murmullo. Notas que escalaban y bajaban al mismo tiempo. Un tono puro, un llamado grave. La llamé por su nombre, no me escuchó. Un canto ceremonial. Siempre es así. Su cabeza empezaba a pesarle hasta que se abandonó. Abrazó la arena como a un amante opresivo. Su cara enterrada, apenas rozaba mis rodillas. Su piel encendida. Seca.

No puedo precisar en qué momento dejó de respirar. Me distrajo un grupo de jóvenes que estaban haciendo un fogón sobre la playa. Uno de ellos quiso nadar. Se internó en lo profundo. Lo seguí. Miró mi pupila roja. Fue el elegido.




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