sábado, 14 de diciembre de 2024

Rosas amarillas

 

Imagen: Andy Warhol Flores


 

             Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre

                                                                                       a quien debía entregar las rosas 

                                                                                       lo estaba esperando.

                                                                                 R. Carver 

 

 

 

Se durmió ni bien llegamos a Hudson, hecho que me hizo suponer precipitadamente, un viaje feliz. Se acomodó en el peaje y su cabeza rojiza y ya despeinada se inclinó hacia la ventanilla. Desde que se tiñe con ese color se parece más a mamá pero sigue siendo esa nena traviesa. Sus rayuelas de tiza en el patio. Su cuaderno rebosante de brillantinas. Los vestidos de sus muñecas entre la sopa. Quedarse dormida en mitad del living y llevarla hasta su cama despacio para que no se despierte. Sus manitos asustadas en su primer grado.

En unas cinco horas llegaríamos a San Bernardo y allí todo sería distinto. Ella hablaría todo el día con mamá de cosas triviales y en quince días estaríamos en Buenos Aires nuevamente. Eso sí, recordaríamos por años aquel hermoso verano en San Bernardo.  Se dedicarían a pensar las comidas más exquisitas y las llevarían a cabo con esa destreza que tienen para el arte culinario. Esto me alentaba un poco.

 Mientras el auto serpenteaba la ruta, mis pensamientos iban entramando todas las posibilidades de mis predecibles compañeras de veraneo. No sé cómo me convencieron. Me consolaba pensar que sólo duraría quince días y que había cargado dos libros de Carver. Leer siempre me salvó del mundo.  

La ruta en esa soledad teje y desteje pensamientos, recuerdos que tal vez no quiera traer a un presente ya distinto.  La madrugada tiene sombras que lo avivan todo.

Decidí tomar la ruta 11, quería pasar por Magdalena donde íbamos con papá y sus amigos en esas fenomenales expediciones de pesca. Armar las carpas, los reeles, el asado. Toda la ceremonia previa. Tal vez me hacía falta, siempre me hizo falta. Cuando él nos dejó, su ausencia se hizo un abismo insoportable. Ahora sólo quedaba su retrato en la mesita del living y el florero siempre desbordante de rosas amarillas. Las que le gustaban a él. Tal vez nunca le perdoné que me haya dejado tan joven y con estas dos mujeres. “Ahora sos el hombre de la casa”, me repetían las voces en su velorio y no podían imaginar el desamparo que me producían a mis quince años. Un miedo aterrador. Esto no lo elegí. Me fui curtiendo como un cuero al sol. Las cuidé siempre, como lo hubiera hecho él.

Ya en Magdalena reconocí la entrada que usábamos para llegar al río. Estaba la estación de servicio donde comprábamos alfajores de maicena. Un farol dibujaba la sombra en triángulos borrosos. Allí habían quedado suspendidas las risas.

Seguí, no quise mirar más. Aceleré ese desierto. Después de una hora de viaje el auto se clavó. No pude ponerlo en marcha otra vez. Cande se despertó y rápidamente tuvimos que empujar el auto que había quedado en mitad del camino. Todavía no amanecía y habíamos quedado varados en esa nada. Tuve que escuchar todas sus preguntas. Que por qué por esa ruta, que si estaba loco, que ahora qué hacemos, que no habría mecánicos cerca y un sinfín de preguntas que no podía responder. Imposible decirle que un impulso me llevó por allí, que con papá pescábamos en Magdalena, que lo extrañaba tanto.

En una infinidad de males, una buena: el celular tenía señal y pude pedir un auxilio que llegaría en dos o tres horas desde Buenos Aires.

Salí del auto, encendí un cigarrillo y me quedé mirando la inmensidad del campo en su inminente amanecer. ¡Qué soledad! Cande volvió a dormirse entonces decidí volver al auto, me relajé frente al volante inútil.

Cuando parecía que ganaba la calma, una ola desproporcionada nos cubrió. Me desesperé. Pasaba el agua enardecida y la veía por la ventanilla como si fuera una enorme pecera y nosotros allí atrapados. Vi pasar bagres, bocachicos, nicuros. Papá estaba en un bote gris de remos y me gritaba: “cuidala a Cande, sacala de acá”. El agua golpeaba con violencia y zamarreaba el auto y con él a nosotros sin poder hacer nada. Intenté despertarla con sacudones desesperados pero ella parecía anestesiada, ninguna respuesta. Ya estábamos hundiéndonos en un mar de agua y barro cuando llegaron los golpes.

Un hombre gordo, de bigotes entrecanos me golpeaba la ventanilla y me hablaba del carnet. Me incorporé con un hilo de baba espesa que recorría mi cara.

-Debe ser la correa de distribución, decía el gordo y sólo pude ver los dos últimos botones inservibles de su camisa.

-Y sí, se te clava y no hay con qué darle- repetía en un monólogo cada vez más incomprensible para mí.  Nunca me interesó la mecánica.

Cande me alcanzó los papeles de la guantera. Acondicionamos el auto para que el remolque lo llevara. Volvíamos a Buenos Aires. Le avisamos a mamá para que no se preocupara. Mientras tanto pensaba cómo ir a San Bernardo sin mi auto. Se lo había prometido a ellas y nunca las defraudaría.

-Soñé con papá -la escuché a Cande en medio de la confusión– Iba en un bote gris con remos de esos antiguos y estaba pescando, me mostraba uno y me decía está lleno de bagres y bocachicos. Y después me acarició la cabeza y me dijo “cuidalo a Ernesto”. Sus ojos de perro manso. Lo extraño tanto. Lo que más temo es olvidar su cara-

-Decime, Ernesto, ¿alguna vez necesitaste que te cuidaran? -dijo Cande peinando su melena rojiza, sin siquiera mirarme.

El sol empezaba a sentirse enfurecido. Habían pronosticado un verano intenso. Tal vez le pida el auto a Julio.

 


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