Imagen: Roy Lichteinstein Chica en el espejo
Desde que se encontraban hasta la escuela caminaban seis
cuadras. Mónica tenía dos cuadras más, venía desde la calle Monte. El ritual
era de lunes a viernes. Cerca de las 12.45, al principio, después fue un poco
más temprano. Querían perdurar la caminata todo lo posible.
Rara vez hablaban de temas escolares,
no tenían importancia. Quizá cuando se acercaban los exámenes se podían perder
algunos minutos en la botánica o la historia. “Hasta la página cuarenta y cinco” decía Gloria dando cuenta de
todas las que le faltaban para llegar al final. La incertidumbre agregaba
emoción. “Ojalá no ponga cuatro temas” “Si
reparte los temas por fila, te pateo y me dejás ver la hoja tuya” Mónica
estallaba de risa pero el miedo de ser descubierta estaba presente. Sobre todo por fallarle a los padres. En
cambio Gloria no le temía a nada, no por valentía sino más bien por insensatez.
Cuando llegaban a la estación, podían
pasar por las vías pero preferían hacerlo por el puente peatonal que las cruzaba.
Escalones de metal, hacer barullo. Subir al trote.
Al llegar a la pasarela ponían las
cabezas como jabalíes recién cazados y atravesaban los rombos de hierro. Había
que aguantar hasta que pasara un tren por abajo. No había ningún peligro. Ellas
estaban sobre el puente pero el aire que despedía el tren y el olor de la
maquinaria era abrumador. Cuando pasaba un rápido, era imposible. “Hay que aguantar y contar hasta diez”
“Saliste antes, no vale” Pero ese día aguantaron. Se agarraron de las
manos, cerraron los ojos.
Una bruma espesa detuvo el tiempo. El
sol desapareció por un instante. Desde el puente miraron las casas de la vereda
de enfrente que viraron en un gris intenso. El pino de la esquina alargó sus
ramas.
Giraron sobre sus pies al mismo
tiempo. Se notaron distintas. Mónica tenía un pullover verde y una cartera
marrón cruzada. “Llego tarde, hoy tomo
examen a los de cuarto” le dijo a Gloria.
De su antebrazo se asomaban carpetas y un libro de Cortázar (Todos los
fuegos el fuego). Ella, Gloria, llevaba un pantalón negro, en la oficina no le
permitían otra vestimenta. Acomodado en su mano izquierda el mismo libro de
Cortázar. Se rieron como tantas veces ante la coincidencia.
Se sintieron raras, después se acostumbraron. Mónica era la racional
pero amaba las ficciones y esto la transformaba. Profesora de Literatura en el
Normal, sus alumnos la adoraban. Siempre fue histriónica, el teatro era parte
de su vida, alquimia de sus clases. “Gemelas,
separadas al nacer” se lo repetían siempre. Estallaban en carcajadas muchas
veces dejando afuera a quienes no estaban en la misma dimensión.
Las películas de Kurosawa. Los
sueños. Fellini. Gloria recordó por años
la parte de la gorda de Amarcord. Un poco por la escena pero mucho más por las
risas estrepitosas de Mónica. Y siempre la literatura que construía y destruía
mundos ajenos y propios.
Sabían que tenían que volver, era un
tiempo prestado. Volver a poner sus cabezas de jabalíes en el puente, volver a
primer año y las aburridas clases de matemática con la Fernández. Después
segundo. Tercero con el flaquito Filgueiras, cuarto y Hugo con las manos
canchereadas en los bolsillos del pantalón por debajo del guardapolvo. Quinto y
el Negro. “Nuestro Negro”.
Subieron al puente, se agarraron de
las manos, esperaron el rápido de Constitución. “Aguantá, las dos juntas y empezamos otra vez”.
La ráfaga, un rugido furioso. Cerraron
los ojos. Gritos y risas desaforadas. Se dieron vuelta, volvieron. Guardapolvo
blanco, las medias tres cuartos, la carpeta en la mano. “Hoy lo tenemos a Martón, no estudié pero nos vamos a divertir” dijo
Gloria con aire triunfal.
Sonó el timbre, era el tercero, había
que entrar. Cruzaron la calle Ramón Franco.
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