jueves, 24 de julio de 2025

El aljibe

Imagen: Leonora Carrington  Samain



 

El aljibe

 

 

                                                                                                                             La jaula se ha vuelto pájaro

                                                                                                                             Alejandra  Pizarnik

 

La ventana daba al patio, una jaula negra de miedos. Ya no había nadie. Mamá se había ido hacía mucho. Solo quedaba el portón alto de  hierro fundido por donde salí aquella vez hace más de cuarenta años.

Mario llevaba la valija; yo, el abrigo y dos bolsas repletas de pájaros. Sentía el aletear desesperado, la falta de aire. Siempre igual, la casa jaula y el portón enorme.

Nunca vi un cielo en ese rectángulo de tiempo como si no existiera en ese rincón de Quilmes. Ni lunas ni soles, nada. Quizá alguna vez el Chiquito que jugaba con una media que se había robado y se la llevaba a mi papá que estaba en el fondo con los zapatos para arreglar, apilados. Altas torres con agujeros en la media suela o las tapitas de los tacos arruinadas, cueros como labios de viejos arrugados.

El patio era plantas y alegrías, ese patio, esas alegrías. Todo mutó en otro patio. Pero vuelvo al rectángulo oscuro y no puedo coordinar los hechos. Intento respirar y el aire no entra, se arremolina y pasa. Llevo la cabeza hacia atrás en un intento desesperado por robar un poco, forzar la entrada del aire. El pecho se expande, las costillas se abren como alas, se hunde el ombligo. Empiezo a cabecear, estirarme. Intento abrir los brazos, no puedo. No veo lo que hay a mi alrededor, negro. Araño, siento el vibrar de otros en medio del patio oscuro. Muevo todo mi cuerpo, serpenteo. Mis recuerdos se agujerean, motas de sucesos inconexos. Caigo abismada. Los párpados se cierran y luchan al mismo tiempo en compases discontinuos.

Mamá le pone la comida en su plato de lata. Él mueve la cola y come al mismo tiempo. Levanta la cabeza, mira. Vuelve a comer. Y el martillo de papá se escucha en el fondo.

Aprieto los dientes, las piernas se estiran en convulsión. Siento los ojos que giran como mirando el interior de mi cabeza. Y el agua que me hunde.

Él suelta el martillo, la torre de zapatos se desparrama, grita. Caigo, interminables paredes de ladrillos. Mario quiere detenerme, no puede. Mamá también grita. Y de pronto el eco del silencio como una boca gigantesca que me traga.

Mamá hace cuarenta años que no está en la casa. El chiquito tampoco. Papá, ¿sigue martillando? Escucho ruidos. Tal vez le haya quedado algún zapato de último momento, ese imprescindible.

Mario llevaba la valija con mi ropa. Atravesamos el patio. Abrimos el portón de hierro fundido. Antes era amarillo. Cuando me agarró de la mano, le prometí que no volvería hasta dentro de cuarenta años.

El patio es un cuadrado oscuro repleto de miedos, lo veo desde la ventana. Papá arregla zapatos en el fondo. Mamá le da de comer al chiquito y Mario juega conmigo en el patio. Se lo prometí pero los pájaros aletean en las bolsas. No puedo respirar. Caigo.