jueves, 27 de febrero de 2025

Como peras maduras

 

Imagen: Edward Hopper, Cape cod morning


Como peras maduras

 

 

Irene se paró frente a la puerta del quinto piso, golpeó tímida con el nudillo del dedo. Del otro lado, el llanto ahogado de un bebé. Se maldijo por la intromisión pero tenía que hacerlo. La humedad manchaba el techo y sus azaleas rebosantes se empañaban con el negro del balcón de arriba.

Golpeó otra vez y su cadera se inclinó enérgica. La puerta no se abría, decidió volver más tarde.

Entró a su departamento y fue directo al balcón, miró hacia arriba con los brazos en jarra. Ahí estaba esa mancha con cara de bruja y las azaleas, con sus brazos extendidos en señal de justicia.

Fue a la cocina para lavar los platos que habían quedado de la noche anterior. Un vaso se resbaló de su mano y estalló en el piso. Todo salía mal. Era uno de esos días en que necesitaba no estar tan sola. Ya había hablado con el encargado, un pobre infeliz que apenas le daba la cabeza para limpiar vidrios.

—Es que la chica riega las plantas y bueno, es normal.

    ¡Normal es que no me jodan con sus mierdas! —gritó Irene y dio por terminado un diálogo que nunca había empezado.

Las cinco. Ya era la hora de la novela. Prendió la televisión, se sentó en el sillón de siempre. El lacayo había asesinado al marqués en el capítulo anterior y Heriberto que estaba en la otra habitación lo había visto. Es verdad que se lo merecía, lo trataba mal y hasta llegó a darle latigazos en la espalda.

Después  Irene se preparó el mate, unas tostadas y a mirar por la ventana el departamento de enfrente. Era la hora que llegaba el pibe del cuarto.  Dejaba las zapatillas en el balcón, se sacaba la remera y las bermudas y se sentaba frente a la tele con el joystick en la mano y el paquete de papas fritas cerca. Algo de envidia le tenía. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía unas crujientes papas por cuidar su colesterol?

Después de pensar un rato, Irene volvió al quinto piso de su edificio decidida a hablar con la vecina. Miró por la cerradura que no le devolvió ninguna imagen y usó su bastón sobre la puerta.

Ningún sonido, ni el bebé ni su madre. En ese momento se le ocurrió la idea.

Volvió a su departamento agarró el palo de selfies que le había comprado al chino de la otra cuadra, le puso un espejo, se caía. Agarró otro más chico pero suficiente, lo pego con cinta y supo desolada que le faltaban por lo menos dos metros para asomarse por el departamento de su maternal vecina.

No se dejó vencer. Agregó el palo de la escoba al otro y  tampoco llegaba. Se subió a un banquito, después a una silla y comprobó satisfecha que su plan era perfecto: vista panorámica del quinto A.

En su observación pudo ver que las macetas no tenían un plato contenedor y el agua maligna quedaba retenida sobre el piso que era el techo de su balcón y la consecuente mancha de humedad.

La silla tembló por un momento pero Irene estaba tan entusiasmada que no lo notó. Ya que estaba inclinó un poco toda la parafernalia y husmeó el living, la sillita de comer, los juguetes en el piso y un cuadro horrible con colores estrepitosos que ocupaba la pared lateral. Como ya le empezaba a doler el brazo se dispuso a bajar todos los instrumentos.

Ahí notó con sorpresa que el pibe del edificio de enfrente la estaba vigilando. Ella le hizo una seña de silencio con el índice sobre la boca pero el chico ya tenía el celular en la mano.

Era de esperarse, se cayó de la silla. El espejo se deshizo en pedazos sobre la vereda y el palo del chino voló sin mayores consecuencias para los curiosos que miraban entusiasmados enfrente.

Irene apenas tuvo un golpe en la rodilla derecha. El médico le cambió el bastón por un andador durante unos meses, nada grave.

 

— ¿Está mejor de la caída? Soy Laura del quinto A. —Escuchó Irene al subir al ascensor.

—Estoy mejor, gracias querida.

—El vecino de enfrente me dijo que se había caído de una silla. —Irene palideció y su ojo derecho tintineó varias veces.

— ¿Y qué más te contó?

—No, sólo eso.

—Ya que te veo, te quería decir si podrías ponerle un platito a las macetas para que escurran el agua y no me pase la humedad. Cuando puedas, no es urgente. —Miró la botonera del ascensor como no dando importancia a sus propias palabras.

—Otra cosa, al chico de enfrente no le creas nada de lo que dice, es un pibe muy fantasioso, será que está todo el día con la play. Dicen los médicos que se les van atrofiando las neuronas de tanta pantalla. Es un pibe raro… —respiró, enderezó su columna, hizo una pausa y siguió:

—Hay gente que lo único que hace es curiosear la casa de los vecinos. Digo por lo que te contó. —Se agarró fuerte del andador y se dispuso a bajar cuando la luz iluminó la tecla PB.

 

 

 

 

 


domingo, 23 de febrero de 2025

Sin equipaje

 

Imagen:
Busto de mujer P. Picasso








Sin equipaje

 

                                                                                   …pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al sur.

J.L. Borges

 

 

Tomé el tren de las cinco. Por primera vez me sentí ajena al deambular de bolsos, mochilas de trabajo, carteras apretadas. Los pasajeros se extraviaban apurados en los molinetes. Dos gatos negros me miraron desde el andén.

Esperé en la dársena dos. Había hecho este viaje muchos martes pero hoy sentía que era la primera vez. Llegó en punto, me pareció raro. La puntualidad no es propia de los trenes de Buenos Aires. Apenas se puso en marcha subí la ventanilla. Los olores de la estación se diluían entre los árboles que dibujaban espectros con sus sombras. El aire fresco me daba vida.

Cuando pasé por Avellaneda recordé mi casa de aquella época. Las habitaciones de arriba; la escalera que tanto le gustaba a los chicos, ese sol por la ventana de la cocina. El limonero del fondo.

El tren se detuvo en Sarandí, abrí mi cartera. Fue allí que empecé a tirar. Primero fue ese clip que sostuvo papeles siempre innecesarios, después las pastillas de menta que ni recuerdo cuándo las había comprado, el broche del pelo, los pañuelos, dos entradas de teatro viejas, una muestra de perfume, una crema de manos, dos biromes y un lápiz, la goma también. Tiré las tarjetas de crédito, el carnet de la obra social, las llaves. Tiré la foto, voló. Seguí el recorrido. Subió, giró, planeó un poco y se perdió cerca de las vías.

Carlos, los chicos y yo con orejas de conejo. Era el cumpleaños de Juana. Ella, con su sonrisa pícara, saltaba y apenas podíamos sostenerla. Va a salir movida.

Fue la que más me extrañó. En el casamiento de su amiga y vecina, visitó la casa que había sido nuestra. Lloró mi mano ausente. Lloró su nombre tallado en la mesa de la cocina.

Me distrajo un vendedor con su voz áspera. Dejó los paquetes de caramelos al lado de los que viajaban sentados. A mí ni me vio, siguió de largo como si no existiera.

En ese momento un chico se asomó por el asiento delantero, se metió el dedo en la nariz, miró su botín y clavó sus ojos en los míos.

Al llegar a Wilde, mi destino, me asomé a la puerta y cuando el tren se detuvo, bajé. Volví a mi barrio de casas iguales. Sentí que estaba llegando tarde.